26 de noviembre de 2010. Viernes, día sagrado de los musulmanes, y yo de viaje por Turquía con un grupo de sacerdotes y responsables de peregrinaciones de varias diócesis de España, organizado por Halcón Peregrinaciones, y acompañados de una excelente jefa de grupo, Verónica, y un buen guía local, Hassan.
El recorrido es exhaustivo, recorriendo la parte de la ruta de San Pablo que se desarrolla por Asia menor. Ya el primer día de estancia me hacía pensar, al recorrer en autobús la tierra ribereña del célebre río Meandro, el ver dos elementos integrados en el paisaje de esta parte de Turquía y que señalan al cielo (¿a la trascendencia?): los cipreses y los alminares (permítanme que recupere una palabra tan española para referirme al minarete).
Recorrer por estas tierras el escenario donde se desarrolló una parte tan importante del Nuevo Testamento como es la vida de las primeras comunidades cristianas deja una impresión agridulce en los peregrinos. Nos encontramos entre la admiración por unos restos arqueológicos impresionantes, herencia de civilizaciones milenarias, y la sorpresa por encontrarnos con grandes toponímicos reducidos a ruinas insignificantes. Ciudades visitadas por el apóstol Pablo, otras destinatarias de las cartas que abren el libro del Apocalipsis, o aquéllas en las que se movieron grandes figuras de la Iglesia cristiana primitiva y que conocieron el florecimiento de las primeras comunidades de la nueva fe... casi a ras de suelo. Las señales viarias o el mismo guía señalan a Magnesia, Éfeso o Laodicea, por ejemplo, y la mirada no alcanza a ver restos significativos de un pasado glorioso.
La llamada a la oración
Escribo estas líneas en Capadocia, después de haber escuchado una vez más el “adhan” (la llamada del almuédano a la oración desde el alminar de una mezquita): “Alá es el más grande. Soy testigo de que hay un solo Dios. Soy testigo de que Mahoma es el enviado de Dios. Venid a la oración. Venid a la felicidad. Dios es más grande. Hay un solo Dios”. ¿Será este canto del “Allahu akbar”, esa llamada musulmana a la oración que se repite cinco veces al día, la única referencia pública al nombre de Dios en este lugar?
En la laica Turquía, heredera del padre fundador Mustafa Kemal Atatürk, los alminares miran al cielo y recuerdan a Dios, mientras tenemos que rastrear a los cristianos entre el 1% de la población no musulmana. Algunos compañeros de peregrinación, también curas, comentan las situaciones que viven en sus lugares respectivos, en distintos puntos de la geografía española. Y no se refieren sólo a la presencia creciente (y militante) del islam, sino también a otras cosas. Como la animadversión creciente de algunas personas y grupos hacia nuestras campanas y campanarios, que recordamos cuando vemos los alminares o escuchamos respetuosos el “adhan”. Y me queda siempre la duda de si hacemos bien los católicos en mirar afuera para echar culpas o buscar responsabilidades. Un poco de autocrítica (en cristiano, conversión) no nos vendría mal. Y hacer algo de caso a esas cartas que abren el Apocalipsis, escritas para esta tierra desde la que escribo.
Iconio
Vuelvo al día 26, y perdón por el rodeo. Hay tantas cosas por contar... El viernes llegamos a Konya. Después de un largo viaje en autobús que nos ha llevado toda la mañana desde el hotel donde hemos pernoctado en Pamukkale, bromeamos sobre el nombre de la ciudad de destino, por cómo suena en español. Ya no lo haremos al terminar el día, porque habremos vivido una visita que no tiene nada “de coña”.
Konya es una gran ciudad de un millón de habitantes que se extiende en una llanura en la que alzan muchísimos edificios de viviendas de la última década, y sembrada de mezquitas, cómo no. Y en el corazón de la ciudad que los cristianos recordamos como la Iconio de tiempos de san Pablo (lugar donde pasó en su primer viaje misionero y cuna de santa Tecla), el santuario que guarda los restos del maestro sufí Jalal al-Din Muhhamad Rumi, más conocido como Mevlana o Rumi. Actualmente es un museo, pero en la antigua mezquita encontramos a multitud de musulmanes rezando ante el maestro Mevlana y otras figuras del sufismo, e incluso ante una arqueta que contiene pelos de la barba del Profeta del islam.
Al terminar nuestra visita a este destacado lugar de peregrinación (el más importante para los sufíes después de La Meca), el guía ha reservado hora para celebrar la eucaristía en una iglesia católica de la ciudad, S. Paul Kilises (iglesia de San Pablo). Cuando llegamos, nos dedicamos a hacer fotos del templo a pesar de carecer de valor artístico, pero contentos porque, entre tantas mezquitas, es el segundo lugar de culto cristiano que encontramos después de tres días de trayecto. Y descubriremos que eso de “reservar hora” para la celebración no es una expresión del todo exacta.
Testigos de la resurrección
Nos reciben dos religiosas con las que nos entendemos en italiano, y se unen alegres a la celebración, en la que hacemos la memoria litúrgica de los apóstoles Pedro y Pablo, por lo significativo del lugar. Se quedan en la iglesia, además, una docena de jóvenes musulmanes de Konya, interesados en asistir a una misa católica.
Terminada la eucaristía, mientras recogemos los ornamentos y dejamos unos donativos para que las hermanas puedan seguir manteniendo viva la llama de la fe y la dignidad del culto en este lugar, en el diálogo con ellas nos empezamos a enterar de lo que pasa. Como un servidor ha tenido el honor de presidir la celebración, me acerco a firmar en el diario de misas, y al hacerlo compruebo que la última eucaristía que tuvo lugar allí fue doce días antes.
Claro, les preguntamos a las hermanas si tienen capellán, o si les es posible tener misa al menos los domingos. Respuesta negativa a todo: sólo pueden celebrar la eucaristía cuando acude algún grupo de peregrinos. Ahora entendemos mejor su alegría al compartir la liturgia con nosotros, aunque tuviera que ser en castellano.
Y seguimos preguntando. Y así constatamos una dura realidad: en toda la ciudad de Konya, la Iconio visitada por Pablo y Bernabé (y de la que, por cierto, tuvieron que huir, según el libro de los Hechos de los Apóstoles)... estas dos religiosas, miembros de una congregación dedicada a la Resurrección del Señor, son los únicos fieles católicos entre una población de un millón de personas. Según nos dicen, hay también algunos evangélicos, y orientales no católicos. Nada más. La cifra del 99% de musulmanes que arroja la estadística oficial turca toma un rostro concreto en una minoría verdaderamente ínfima.
Entonces es cuando casi me da vergüenza mi homilía, la que había hecho en la eucaristía, y que consistió en unas palabras sencillas en una misa sencilla. Había recordado ante el altar las palabras de Pablo en su Carta a los Gálatas: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí”, como cima de la espiritualidad cristiana. Al conocer, después de la celebración, la realidad de esta pequeña comunidad religiosa, pienso si no habría sido mejor escuchar el testimonio de aquellas dos consagradas, verdadero icono de la santidad de Cristo en medio de una sociedad islámica.
Algo más que unas pinturas
Había escuchado el testimonio de muchos católicos sorprendidos por la casi invisibilidad de grandes enclaves de los orígenes del cristianismo en sus viajes por Oriente Medio y el Norte de África. Yo mismo había visto en primera persona la realidad dura de Tierra Santa y los esfuerzos de los católicos para seguir teniendo allí una presencia testimonial eficaz. Y, sin embargo, pensar en las dos religiosas italianas como únicos rescoldos de una Buena Noticia que prendió rápidamente en una tierra ahora inhóspita para los cristianos, tocó mi corazón y me llevó a coger el ordenador para escribir, entre visita y visita, estas líneas desde Capadocia.
Precisamente en esta región, tan visitada por los turistas de todo el mundo, se encuentran tantos restos del floreciente monacato cristiano que se desarrolló en esta tierra, alentado por la obra de los Padres Capadocios. En las caprichosas formas pétreas que tomó la naturaleza volcánica del lugar, aún podemos ver habitáculos de monjes y eremitas, y preciosas iglesias que conservan, a pesar de la acción de iconoclastas y musulmanes radicales a lo largo de la historia, la fe cristiana plasmada al fresco sobre sus bóvedas y paredes.
Son reliquias de una floreciente Iglesia que se desarrolló en los primeros siglos de la era cristiana, y que sufrió después el efecto erosivo de la historia, y de un encuentro nada pacífico con la religión que llegó procedente de Arabia a partir del siglo VII. Todo esto debe hacernos pensar y reaccionar, cuando vivimos momentos ciertamente difíciles para la fe cristiana, de creciente insignificancia social y cultural de la Iglesia católica y de avance sorprendente del islam entre nosotros.
Realizamos sesudos análisis pastorales de la situación, y trazamos planes para seguir haciendo presente en nuestra sociedad al Dios de Jesucristo, un Dios en el que, como me entero en estos días de viaje por Turquía, cada vez creen menos los jóvenes españoles (Informe de la Fundación Santa María). ¿Estamos haciendo todo lo que podemos? Yo creo que sí, y que no nos dormimos en los laureles. Pero me pregunto si, como decía más arriba, no nos vendría bien volver al libro del Apocalipsis, el libro de la esperanza cristiana en tiempos de crisis, el libro de la perseverancia en la oposición al imperio opresor, el libro que nos invita a abrir las puertas a Cristo que llama, a no ser tibios y a recuperar el amor primero... y a mirar nuestra realidad y nuestro futuro confiando en Cristo, ese cordero degollado que puede romper los sellos y abrir el libro del sentido de la historia de la humanidad, que es una historia de salvación.
P. Luis Santamaría, sacerdote