A propósito de la declamada igualdad entre heterosexualidad y homosexualidad, y las respuestas frente al proyecto de ley en cuestión
“con los herejes no debemos tener en común
ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión
de que favorecemos su error”.
San Jerónimo
1. Introducción
La pretensión de lograr la igualdad jurídica entre quienes practican la contranatura y los verdaderos matrimonios está fundamentada en la ideología de la no discriminación. A su vez, esta “no discriminación” se presenta como ligada, de forma necesaria, con el planteo de los derechos humanos.
Es sabido que este planteo derecho-humanista no sólo es falso por el contenido de los «derechos» declamados, sino principalmente por colocar la cuestión central precisamente donde no debe hacerlo. De ahí que omita y se niegue a hablar de los derechos de la Verdad, del Bien y, en última instancia, de Dios. Es toda una cosmovisión antropocéntrica.
En segundo lugar, la ideología de los DDHH favorece el egoísmo y el individualismo más descarnados. Cuando el hombre olvida o desconoce la primacía de los deberes, invierte así la noción de justicia –dar a cada uno lo suyo– para que entonces justicia signifique “denme a mí lo mío”. Son los deberes los que engendran derechos y no los derechos, los que engendran deberes; si el deber engendra un derecho, tenemos una concepción política en donde prima el bien común. Si no es así, tendremos una concepción donde lo primero sea el interés: los hombres incomunicados entre sí por lazos de deberes y sólo comunicados por derechos.
La filiación ideológica de estos errores no puede ser más oscura. La primera declaración de “los Derechos del Hombre” nace con la Revolución Francesa, adalid de naturalismo y el optimismo rousseauniano. Dice Calderón Bouchet:
“El discurso revolucionario coloca al individuo frente a la sociedad como si esta última fuera una agrupación benéfica ante la que hay que reclamar todo cuanto nos hace falta. (…) Basta, para esta ocasión, recordar que todos esos errores nacen de la concepción del contrato social, por el cual la asociación civil se equipara a una asociación comercial”[1].
Al amparo de estos males –no de nobles preocupaciones por la equidad en el trato de personas diferentes– nace la ideología de la no discriminación, la cual pretende que toda discriminación, en sí misma, es mala; hablar de “varones” y “mujeres”, mencionar una sexualidad “dada naturalmente”, afirmar que existen comportamientos “contra la naturaleza”, equivale a un acto ilegítimo, que debe ser penado por la ley y condenado por la opinión pública, siempre según esta ideología. La ley antidiscriminatoria ya tiene vigencia legal y es la 23.592 (Argentina).
Quienes esto sostienen y divulgan afirman que el Orden Natural no es tal; las instituciones que son consideradas permanentes e intangibles no son sino más que construcciones sociales, históricas, sujetas a los vaivenes de las decisiones humanas. Nada es sino pura y exclusivamente convención. El lenguaje mismo también es discriminatorio si utiliza palabras que al referirse a la sexualidad signifiquen un orden fijo, inmutable, intangible; sólo serían admitidos aquellos vocablos que nos hagan pensar en algo dinámico, cambiante, movible. En resumen, términos que reflejen el dinamismo de la libertad del hombre, que –según ellos– no se ata a ninguna “convención cultural”.
En esta oportunidad, dando por supuesto que el lector conoce los hechos sucedidos en torno al proyecto de obtener el reconocimiento legal del “matrimonio” entre personas del mismo sexo, queremos profundizar hasta llegar, si fuera posible, a aquello que está detrás de la ideología de la no discriminación, su verdadero objetivo: lo que realmente buscan quienes promueven esta guerra a la naturaleza humana. Este artículo se escribe antes de la decisión del 14 de julio y si bien analiza diferentes declaraciones públicas y hechos concretos, el núcleo del mismo –así lo esperamos– tiene un valor perenne en esta problemática. Independientemente del resultado legislativo, al cual no nos sujetamos en absoluto, los fundamentos que estamos exponiendo son y serán verdad.
2. La cuestión de la tolerancia
Es sabido que el error disimulado y sutil es mucho más dañino que el desembozado. El error evidente mueve rápidamente a levantar la guardia, mientras que las teorías más capciosas son refutadas más difícilmente. No obstante, el peor de los males sigue siendo la coexistencia pacífica de la “verdad” con el error, de lo “bueno” con lo malo. Y las comillas no son errata.
¿Acaso no se nos espeta que debemos tolerar el “matrimonio” entre homosexuales? ¿Por qué quejarnos si no nos afecta a nosotros? ¿Por qué no dejarlos en paz? ¿Qué daño nos haría, si no vamos a dejar de casarnos como se debe? Pues bien, todo este argumento reposa sobre la palabra tolerancia. Examinémosla.
Servirán para abrir el fuego las palabras de Ernest Hello, el cual alertaba –en pleno siglo XIX– sobre uno de los grandes errores del momento: la tolerancia con el error. Hoy día, como antes, esta tolerancia para lo falso se cubre con bellas palabras:
“se vuelve el nombre de la caridad contra la luz siempre que, en vez de aplastar el error, pacta con él, so pretexto de conducirse prudentemente con los hombres. Se vuelve el nombre de la caridad contra la luz cuantas veces se le emplea para flaquear en la execración del mal”.
Se trata del bastardeo de uno de los Nombres de Dios: el Amor. La santa cólera, efecto del amor fiel, radiante, celoso, es eliminada a fin de justificar actitudes contemporizadoras:
“el hombre se ablanda en presencia de la debilidad que quiere invadirle, cuando ha adquirido el hábito de llamar caridad al universal acomodamiento con toda debilidad aún lejana”.
Hello detectaba la motivación interna de esta actitud:
“la ausencia de horror para con el error, para con el mal, para con el infierno, para con el demonio, esta ausencia parece que llega a ser una excusa para el mal que uno en sí lleva. Cuando menos se detesta el mal en sí mismo, más se prepara un medio de excusar el que se acaricia en la propia alma”[2].
En otras palabras: cuando se nos exige “tolerancia” para este proyecto inicuo, se nos está exigiendo –subrepticiamente– que abandonemos uno de los efectos propios del amor fiel.
Si el celo por la casa de Dios nos consume, jamás podríamos consentir esta legalidad inmoral. Este abandono sólo puede tener lugar si el amor a Dios es extinguido bajo argumentos pacifistas. Por eso afirma el Angélico:
“El celo, de cualquier modo que se tome, proviene de la intensidad del amor”.
Y luego explicará las razones:
“Porque es evidente que cuanto más intensamente tiende una potencia hacia algo, más fuertemente rechaza también lo que le es contrario e incompatible”.
Corona el corpus del artículo con estas palabras:
“se dice que alguien tiene celo por la gloria de Dios cuando procura rechazar según sus posibilidades lo que es contra el honor o la voluntad de Dios”[3].
Veamos ahora qué implica la tolerancia para todo –la tolerancia propia del Iluminismo– y sus efectos en las inteligencias tocadas por ella.
El sentido común afirma que lo normal y esperable es que cada persona que sostiene una postura pretenda que la misma sea verdadera, aunque objetivamente no lo fuese. Cuando hablamos, pretendemos decir cosas verdaderas aún cuando podamos o de hecho estemos equivocados. Esto es lo natural, incluso en el mentiroso: expresa palabras que pretende que sean tenidas por verdaderas por quien lo escucha. No obstante, hay algo más grave que el hecho de sostener enfáticamente una mentira: sostener que la pretensión de verdad no tiene sentido.
“En cualquier esquina podemos encontrar un hombre pregonando la frenética y blasfema confesión de que puede estar equivocado. Cada día nos cruzamos con alguno que dice que, por supuesto, su teoría puede no ser la cierta. Por supuesto, su teoría debe ser la cierta, o de lo contrario, no sería su teoría”[4].
Esta falsa humildad, reflejada en la cita chestertoniana, recorre buena parte de los discursos actuales. Le gusta reservar su derecho a otras tesis opuestas.
Sin embargo, lo corriente es que toda afirmación tienda a rechazar a aquella que se le opone. Proceder de esta forma es lo sano, pues los contradictorios no pueden ser simultáneamente verdaderos. Esta pretensión de todas las afirmaciones –incluso de las más inocentes e insospechadas de componente ideológico– las vuelven “exclusivas y excluyentes”, es decir, las vuelven sostenedoras de su tesis y adversarias de las tesis opuestas. Esto es, en principio, lo normal.
“Los jalones colocados en las rutas no ponen sus indicadores en estilo dulce y florido: emplean el estilo de su utilidad. Precisos, directos, insistentes y autoritarios, no dicen: si yo no me engaño, no dudan de sí, no se excusan por lanzar con rudeza a la vista de los transeúntes las flechas de la dirección y las cifras de la distancia. Mas ¿se queja el viajero?”[5].
Si el error, no por virtudes propias sino por una obvia coherencia del discurso, pretende exclusividad, cuánto más –y cuán legítimamente– la verdad debe exigir lo mismo. Lutero, por ejemplo, no sólo buscaba la divulgación de su herejía sino que además –con lógica, pero sin verdad– buscaba aplastar aquellas tesis opuestas a la suya. Equivocado, sin duda, pero guardaba para su tesis la coherencia propia de la verdad: la exclusividad y la intolerancia para con lo que él juzgaba erróneo.
Hemos mencionado el vocablo clave, convertido por lo general en mala palabra para los oídos de la gente. Se ha condenado un término y se ensalza su antónimo, la tolerancia. El culto a la tolerancia no es sino aquella postura que propone la búsqueda de una pretendida convivencia pacífica de todas las posturas, opiniones, doctrinas. Este pensamiento no conoce ni se expresa en términos de error o verdad, sino en términos de tolerancia-intolerancia. De ahí que las cuestiones magnánimas, presentes en los hombres de todos los tiempos, le sean absolutamente indiferentes.
Nuevamente, al hablar de la convivencia de la “verdad” con el error, hemos usado las comillas, y esto porque arriesgamos a decir –por escandaloso que parezca– que la verdad (si no rechaza a su contrario, esto es, sin intolerancia) no es verdad.
En el tema que nos ocupa –la cuestión de la ideología de la no discriminación y sus verdaderos objetivos–, verdad equivale a naturaleza, mientras que error equivale a contranaturaleza. Al respecto del intento de brindar el nombre de “matrimonio” a tales uniones ilegítimas, fue astutamente falaz la invitación a aceptarlo con el argumento que el mismo “no volvía la homosexualidad obligatoria” sino solamente reconocía su carácter “opcional”, protegiéndola con la fuerza de la ley.
Pues bien: sólo se nos pedía tolerancia. Pero ¿acaso no nos están pidiendo que toleremos entonces, junto al modelo natural y recto, el seudo modelo contra la naturaleza?
El efecto buscado por este ardid es el siguiente: si la naturaleza tolera la contranaturaleza, ésta no puede sino ir perdiendo su carácter exclusivo y volverse “una alternativa más” y no “la alternativa” a la hora de descubrir el verdadero sentido, origen y finalidad de la sexualidad humana.
El hecho que un comportamiento ilegítimo cuente con la protección de la ley provocará –como efecto necesario– confusiones y errores en el común de la gente, ya anestesiado, hasta hacer admitir bajo la palabra matrimonio tanto la unión entre “papá y mamá” como “mamá y mamá” o “papá y papá”, aunque la palabra matrimonio provenga de la palabra matriz.
Tal vez no parecerá muy distinto a simple vista sostener una postura en tanto absolutamente verdadera, que sostenerla como si fuera una opción más. Al fin y al cabo –podría decirse– la postura es sostenida. No obstante, hay una enorme diferencia y un ejemplo lo aclarará.
Cuando los católicos predicaron la Divinidad de Cristo en el Imperio Romano afirmaban que era el Único Dios Verdadero, y por consiguiente todos los demás –adorados por los griegos y romanos– falsos. Si hubiesen presentado a Cristo como uno más, nadie los hubiese perseguido. La persecución, el testimonio y el martirio tienen lugar cuando se proclama la Verdad incondicional en tanto que incondicional. He aquí la diferencia entre defender el Orden Natural como una postura válida más, tanto como otras distintas, y defenderlo como exclusiva y excluyente. No debemos tolerar o respetar ni el pecado, ni el vicio, ni el error, ni el mal. Gómez Dávila, lúcidamente avisado sobre este lenguaje, señalaba su origen:
“El que se dice respetuoso de todas las ideas se confiesa listo a claudicar”.
Juan Carlos Monedero
[1] Rubén Calderón Bouchet, La Revolución Francesa, Buenos Aires, Santiago Apóstol, 1999, pág. 168. Es llamativo que la decisión parlamentaria sobre la legalidad de este proyecto tenga lugar, justamente, el 14 de julio.
[2] Ernest Hello. El hombre. La vida – La ciencia – El arte, Buenos Aires, Difusión, 1941, pág. 86.
[3] I-II, q. 28, art. 4, corpus.
[4] Gilberth K. Chesterton, Ortodoxia, Buenos Aires, Excelsa, 1943, págs. 51-52.
[5] Charles Maurras. Mis ideas políticas, Buenos Aires, Huemul, 1962, pág. 87.