Fue un 26 de agosto de 1910… ¡Hoy se cumplen cien años! La que conocemos como “Madre Teresa de Calcuta”, nacía en Skopje y era bautizada con el nombre de Gonxha Agnes.
La identidad de Madre Teresa queda inequívocamente expresada en aquellas palabras suyas: “De sangre soy albanesa. De ciudadanía, india. En lo referente a la fe, soy una monja católica. Por mi vocación, pertenezco al mundo. En lo que se refiere a mi corazón, pertenezco totalmente al Corazón de Jesús”.
Afortunadamente, el legado de la Madre Teresa hacia los más pobres de entre los pobres, es muy conocido. La obra por ella fundada, las Misioneras de la Caridad, continúa su carisma. Actualmente cuentan con 4.800 religiosas y 757 casas en 145 países. Jamás en toda la historia de la Iglesia se había producido una extensión tan rápida de una orden religiosa… Pero quisiera en el presente artículo referirme exclusivamente al destacadísimo legado “ad intra” que Madre Teresa nos ha dejado en la Iglesia Católica.
En los años posteriores al Concilio Vaticano II se confrontaron en el seno de la Iglesia dos concepciones que parecían irreconciliables: ¿La Iglesia Católica debía de apostar por la defensa de la ortodoxia, conservando la fe y las costumbres transmitidas por la Tradición; o por el contrario, debía centrarse en la opción por los pobres y los marginados? ¿El futuro modelo de sacerdote habría de cuidar respetuosamente de la liturgia y de su vida espiritual; o, más bien, debería estar en medio del mundo e implicado en los problemas terrenales?...
Quienes han accedido a leer directamente los textos del Concilio, saben de sobra que no existe tal dicotomía en el ideal de la Iglesia Católica. La “ortodoxia” (la doctrina recta) y la “ortopraxis” (la praxis recta), lejos de excluirse, se implican y se necesitan mutuamente.
Sin embargo, no podemos negar que en aquel momento concreto existían dos “imágenes” de Iglesia muy contrastadas, y hasta contrapuestas (por desgracia, no parece que el problema esté definitivamente superado). Además de aquella doctrina conciliar íntegra y equilibrada, la Iglesia Católica necesitaba también, como agua de mayo, un “icono” que aunase y conjugase el ideal de la “ortodoxia” y el de la “ortopraxis”. Y es que, la confesión de la fe católica y su “traducción” a la práctica de las obras de justicia y caridad, son las dos caras de una misma moneda. Sólo así la doctrina católica muestra toda la belleza de su verdad: cuando la fe se traduce en obras, y cuando éstas tienen en la fe su inspiración y su fuerza… ¡¡Pues he aquí el “icono” de la Madre Teresa!! Ante su testimonio, tantas discusiones y luchas intestinas vividas en los años postconciliares, resultan absolutamente absurdas y superfluas; al comprobar que cuando se alcanza el ideal de la santidad, entonces, y sólo entonces, la verdad y la caridad se conjugan a la perfección.
Ese gran servicio que Madre Teresa nos ha prestado “ad intra”, se concreta también en la búsqueda del bien moral “íntegro” del ser humano. En efecto, es frecuente que caigamos en una especie de “acotaciones” o “reducciones” del mensaje moral cristiano: ¿A qué debemos dar prioridad? ¿A la reivindicación de la condonación de la deuda externa de los países pobres, a la campaña del 0’7%, a la lucha contra el hambre; o, por el contrario, a la defensa de la familia, del derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural y del derecho de los padres a la educación de sus hijos?
Para Madre Teresa jamás existieron esas dicotomías. El bien moral es “uno”, y no puede reducirse o fraccionarse. Baste recordar lo sucedido cuando en 1979 la Real Academia Sueca la distinguió con el Premio Nobel de la Paz. Al solicitarle su consejo para promover la paz en el mundo, ella, pequeña y combativa, respondió: “Id a casa y amad a vuestras familias”. La Madre Teresa fue siempre una “apisonadora” de congruencia moral. Para ella no hubo jamás fronteras divisorias entre los distintos campos de la ética.
Otra gran aportación “ad intra” de Madre Teresa, ha sido la integración de la mística cristiana y de la obra social de la Iglesia. Frente a la tentación de una espiritualidad desencarnada, o de una obra social totalmente “horizontalista” y secularizada, ella partía de la profunda experiencia mística, que tuvo en el año 1946, en la que había recibido estas palabras de Cristo: “Mi pequeña, ven, llévame a los agujeros donde viven los pobres. Ven, sé mi luz. No puedo ir solo. Llévame contigo en medio de ellos…”. Esa firme convicción sería el fundamento del que fue el lema de su trabajo: “Lo hacemos por Jesús”.
En resumen, no son sólo los pobres del mundo quienes agradecen a Madre Teresa su legado, sino que todos en el seno de la Iglesia Católica habremos de estarle eternamente agradecidos por su gran aportación, sin ser ella consciente de ello, en pro de la sanación de tantas heridas y malformaciones que ponen en peligro la unidad de la Iglesia y de la integridad de su mensaje.