Cuando escribo estas líneas, que cerrarán el curso para dar paso a la vacación agosteña, acaba de entrar en vigor la nueva Ley del aborto. Ley inicua donde las haya. Ya lo era suficientemente la anterior, con la que se asesinó a más de un millón de criaturas en el vientre de sus madres, pero todo es susceptible de empeorar. Y lo han hecho.
El aborto era un delito que se despenalizaba en algunos casos. Casos que se convirtieron en un gigantesco coladero que permitía todo. Ahora el aborto es un derecho. Me parece monstruoso. Y una reedición aumentada de aquella espantosa noche oscura que vivió la humanidad bajo Hitler.
Ese empeño abortista que prostituye el más excelso de los amores humanos, el amor de una madre, hasta convertirla en asesina de su propio hijo, nos lleva a abismos de abyección que parecían difíciles de imaginar. Pues la ley ha santificado esos abismos. Como si pudiera convertir lo malo en bueno por el mero hecho de declararlo.
No estamos ante algo que impone una determinada religión a sus fieles. Aunque lo imponga. Esto es una exigencia del sentido común, de la más elemental justicia, de cualquier sentimiento humanitario. Cuando es general el rechazo de la pena de muerte se está matando a millones y millones de seres, los más inocentes y desvalidos, en el seno materno. Y por sus propias madres.
Cuando se protege el huevo del halcón peregrino, la cría del lince, el “bebé” foca o la playa donde deposita sus huevos la tortuga, con duras penas a sus infractores, estamos matando a nuestros propios hijos. Como si la humanidad hubiera enloquecido.
Cierto que esta ley se debe al triste empeño de Zapatero pero no debemos olvidar que otros partidos han colaborado desde los gobiernos autonómicos a este exterminio. Alguno protesta, y hasta recurre extremos particularmente escandalosos de esta ley. Pero cualquier aborto es un escándalo.
No tiene el menor pase que una menor no pueda comprar una cajetilla de tabaco o pedir una copa en un bar y que pueda acudir a una clínica para que le practiquen un aborto. Incluso sin conocimiento de los padres. No se puede explicar que si yo, con un dolor de muelas, acudo a una farmacia para solicitar un antibiótico no me lo despachen sin receta médica y que a una nieta mía de catorce años le den la píldora abortiva con sólo pedirla. Es absurdo que si esa misma nieta mía para que le coloquen un piercing o le hagan un tatuaje necesite la autorización paterna y que no se la reclamen para la píldora del día después o para practicarle un aborto.
Pero todo este cúmulo de monstruosidades es sólo la peor cara de algo que en sí es malísimo aunque no se dieran esas agravantes. Matar al propio hijo en el recinto que en teoría era el más seguro para su vida y por la propia madre es la maldad suprema del aborto.
Francisco José Fernández de la Cigoña.
Publicado en SIEMPRE P´ALANTE y en La Cigüeña de la Torre (Grupo Intereconomía)