El ejercicio de la sexualidad es fuente de placer, afirmándose incluso actualmente por algunos que el placer es el sentido propio de la sexualidad, incluso como criterio operativo y ético. Ahora bien la búsqueda inmediata y obsesiva del placer, sin atender a los valores propios de la sexualidad, significa una degradación de la conducta.
El placer ha sido puesto por Dios y, por tanto, es algo que puede ser vivido al servicio del amor y de la comunicación. Tocar afectuosamente el cuerpo del otro, es una expresión de amor. El placer no sólo es bueno sino incluso más intenso cuando se manifiesta al servicio de la persona y de la pareja. Tengamos también en cuenta que hacer el acto sexual por placer, por su dimensión lúdica, no tiene por qué ser malo, sino que hay que juzgarlo en función de los valores a los que está ligado. Por ello no debe ser sólo aprovechamiento del cuerpo del otro, sino también apertura al otro. Cuando uno responde según la intención de Dios a un aliciente que está al servicio del matrimonio y del bien de la especie, no actúa desordenadamente.
Es importante que ambos conozcan cuáles son las zonas más capaces de placer, es decir sus zonas erógenas, debiendo los dos ayudarse para disfrutar mejor del placer sexual con un diálogo que les permita manifestar su amor por medio del encuentro corporal. Hacer el amor implica una excitación sexual mutua. El placer no puede reducirse sólo a sensaciones genitales, sino que debe tender a culminar en la relación de amor, siendo entonces y gracias a éste, fuente de alegría y felicidad. Cuanto mayor es la certeza de ser amado incondicionalmente, más fácil es entregarse del todo y, en consecuencia, vivir una experiencia más placentera. Recordemos que el acto sexual va unido a un placer vivísimo, precisamente porque en él se juega la comunicación de la vida, la procreación de un nuevo ser humano, es decir una de las más importantes tareas que pueden realizarse sobre la tierra, encontrándose el instinto de procreación tanto en los mecanismos psíquicos como fisiológicos de la sexualidad.
El ejercicio de la sexualidad debe ser siempre fruto del amor. Para ello no hay por qué renunciar, sino todo lo contrario, al placer. En el momento del encuentro sexual lo que destaca es la emoción placentera del goce, pero es toda la persona la que debe intervenir, no sólo su parte corporal, ya que la relación sexual es un acto íntimo de persona a persona, no simplemente de cuerpo a cuerpo. En esta alegría es toda la persona la que tiene la impresión de escapar a las dimensiones limitadas del espacio y del tiempo para vivir un instante de plenitud raramente igualado. Nuestro cuerpo habla de amor, comunica amor, pero si el encuentro es solamente físico, si el otro es tan solo un objeto y no tiene una dimensión relacional para mí, pierde su grandeza y profundidad. El placer es ciertamente bueno cuando es signo de realización personal y de encuentro interpersonal, no de conducta deshumanizante. Y en la medida en que la experiencia del placer se realiza con otro a quien se desea hacer feliz, cada uno experimenta en el vivir con el otro una fusión, al mismo tiempo profunda y fugaz, fuente de plenitud y de felicidad. Se produce un encuentro entre dos vidas que gozan juntas y se van uniendo y entregando al mismo tiempo. De ahí que el placer sirva para reforzar la salud matrimonial y la calidad de vida de la pareja, si bien hay que tener cuidado en evitar la idolatría del sexo, como si fuera lo único importante del matrimonio, pues el placer es tan solo un medio al servicio del amor.
Ahora bien el placer sexual puede ser bueno o malo, humanizante o degradante. El ansia excesiva de placer corre el riesgo de agostarse en un gozo narcisista y, por tanto, egoísta. Con ello también se convierte al otro en un medio, siendo por ello falso el afirmar que el placer orgásmico es la máxima expresión posible de la sexualidad. Como dice Juan Pablo II: “La persona jamás ha de ser considerada un medio para alcanzar un fin: jamás, sobre todo, un medio de placer” (Carta a las Familias nº 12). Todavía peor si buscamos el placer apoyándonos en instrumentos como las prótesis pénicas o los vibromasajeadores, lo que aliena al hombre tanto en la relación consigo mismo como en la relación con los demás. El placer es limitado, mientras deseo y felicidad son ilimitados e infinitos. No es, por tanto, el placer un fin en sí mismo, ni hay que identificarlo con la alegría, muchas veces fruto de una entrega y generosidad nada placenteras, lo que nos indica que lo que de verdad importa es la calidad de la relación.
La sexualidad tiene otros muchos aspectos además del biológico. Por ello, la sexualidad no se reduce a la genitalidad, sino que abarca todos los momentos de la vida de la pareja y su plenitud está sobre todo en la experiencia de una comunión de vida que lleva a ambos a realizarse y a realizar al otro, porque es sencillamente amor en el mejor sentido del término. Cuando dos se aman no es sólo la fuerza del placer la que les lleva a unirse. También ello, pero su motivo último radica en un cariño que necesita encarnarse y, si se hace así, el placer es una exaltación que celebra la fiesta del amor. El cuerpo se hace lugar de cita y expresa, al compartir, la felicidad de una comunión.
De este modo, “los actos con los que los esposos se unen entre sí íntima y castamente, son honestos y dignos, y, ejecutados de un modo verdaderamente humano, significan y fomentan la entrega mutua por la cual con ánimo alegre y satisfecho mutuamente se completan” (Gaudium et Spes nº 49).
Pedro Trevijano, sacerdote