Las Jornadas Nacionales del Patrimonio Cultural de la Iglesia, celebradas en Málaga del 14 al 18 de junio, estuvieron dedicadas, este año, a los testimonios artísticos de la Eucaristía en España. En sus conclusiones se inspira el presente artículo sobre Eucaristía y arte sacro.
El concilio Vaticano II, al señalar las bellas artes entre las actividades más nobles del ingenio humano, establece una distinción entre “el arte en general”, “el arte religioso”, y su cota más alta, que es “el arte sacro” (SC 122).
La sacralidad añade una plusvalía religiosa a la belleza artística mostrándose como algo supremo y misterioso que se transmite a todas las demás cosas consideradas sagradas. Al ofrecerse como valor supremo afecta también a la conciencia del hombre; y, en su estructura misteriosa, implica al signo sensible y a su contenido simbólico capaz de apuntar a la trascendencia suprema. En esta trascendencia, la simbología eucarística señala la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento del Altar.
Hemos de advertir que la forma estética, en su función de elemento perceptible, es lo que apunta a ese más-allá-de-sí-misma, que confiere a la obra de arte su significado trascendente. En cuanto que nos conduce a las profundidades del esplendor en el proceso cognoscitivo, la forma artística ejerce su dimensión comunicativa. Y este ir más-allá convierte al objeto artístico en verdadero lenguaje simbólico de transmisión. En este punto la pregunta sería si, para transmitir el misterio eucarístico, es necesario recurrir a la prestación simbólica.
La Eucaristía es “el misterio de nuestra fe” donde afirmamos la presencia real de Cristo bajo las especies sacramentales del pan y del vino. Y, como tal misterio, no se puede representar de un modo unívoco y directo. Necesita una mediación que, de alguna forma, apunte a lo inefable, a lo que está más-allá de nuestras posibilidades. Pues bien, la expresividad simbólica, por ciertas analogías con la trascendencia de los misterios, puede representar en formas concretas (signos), el significado espiritual de los sacramentos; sobre todo cuando se trata de la Eucaristía que, más que ningún otro (sacramento), supera nuestra capacidad de comprensión.
Y si el hombre necesita realmente de los símbolos para vehicular los misterios, el arte, en su versión sagrada (arte sacro), contiene todos los ingredientes necesarios para proporcionar la eficacia precisa en la predicación, alabanza y expresión del misterio eucarístico: belleza, profundidad y seducción.
Por esta razón, la fe cristiana requiere la belleza artística como lenguaje simbólico de sus creencias. Y ¿por qué la belleza? Porque la belleza, junto con la verdad y la bondad, nos transmite todo el potencial operativo de los sacramentos. Y en su plenitud efusiva, la belleza absoluta que en la Eucaristía ha querido habitar sacramentalmente entre nosotros, es el origen de toda la belleza del mundo. Dice a este respecto el Areopagita que “lo bello es el principio de todas las cosas, su causa eficiente, su motor y lo que las contiene por amor de su propia belleza”.
De hecho, la Iglesia siempre ha defendido y promocionado el arte sacro y su efectividad como elemento mediador entre la belleza de la revelación y la respuesta de fe, o entre el misterio eucarístico y su liturgia de alabanza. Con esta disposición, la Iglesia promociona en el arte aquellos símbolos eucarísticos que nos resultan más familiares: el cordero, el pez, el ciervo, el sol, el pelícano, la paloma, el ave fénix, el pan, las espigas, el vino, las uvas, la vid, la custodia, el cáliz, el copón y el alfa y omega. A través de estos símbolos emblemáticos, el arte religioso, y a fortiori el arte sacro dedicado a la simbología eucarística, nos sugiere una visión de la belleza del misterio y del pensamiento teológico que lo domina.
El fundamento de esta belleza teológica, es el amor (Deus caritas est): el amor creador del Padre por el que nosotros existimos; el amor redentor del Hijo que, por la encarnación, desciende a nosotros revelándose en Cristo “hasta el extremo” (Jn 13,1); y el amor de Dios “derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Se trata, pues, de descubrir en el arte, la belleza de este amor trinitario que brota del Padre, revelado por el Hijo, y derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu.
En su función mediadora, la obra de arte sacro nos acerca a la visión de este gran misterio, moviendo nuestra sensibilidad hacia la contemplación, admiración y adoración. Y en estos tres pasos del culto eucarístico se resume la historia de todas las religiones, tanto de las religiones bíblicas como extrabíblicas.
Así lo ratifica el papa Benedicto XVI, cuando señala la Eucaristía como el punto de encuentro “de la historia de las religiones en general” con “el culto verdadero siempre esperado y que siempre supera nuestras posibilidades: la adoración “en espíritu y en verdad”“. Ese “culto verdadero” del que nos habla el Papa se concreta en una relación personal con lo sagrado. No se contenta con una referencia generalizada a una fuerza o ser Superior (como hacen los paganos). El “culto verdadero” nos proporciona una experiencia propia con un Dios personal y dialogante cuya máxima aproximación al hombre se realiza en el misterio de Cristo, se actualiza en los sacramentos y, en grado eminente, en la presencia de Cristo en la Eucaristía.
Por el enorme servicio que presta la creatividad artística a la celebración y alabanza de este sacramento, la santa madre Iglesia “apoyó a los artistas, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales” (SC VII,122).
Históricamente, la simbología eucarística comienza a aparecer en la decoración de los primeros enterramientos. Sin embargo, aun estando presente en la mentalidad de los fieles desde los comienzos, es sobre todo en la Edad Media (siglo XIII), con la institución de la festividad del Corpus, y el estímulo teológico de Sto. Tomás y S. Buenaventura, cuando la presencia eucarística de Cristo recibe el gran impulso hacia el culto central en la vida de la Iglesia. Impulso que tomará total relevancia a partir del concilio de Trento (segunda mitad del siglo XVI) donde se declara que “después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles” (D 874).
Juan Pablo II nos recuerda que “la Iglesia vive del Cristo eucarístico; de él se alimenta y por él es iluminada. Pero, si la Eucaristía edifica a la Iglesia, también la Iglesia honra, predica y celebra la Eucaristía como función central de la vida cristiana. La Iglesia está fundada sobre la entrega de Cristo redentor “por nuestros pecados” (1 Cor 15,3) que se actualiza en la liturgia de la Misa. Y en esta actividad eucarística se encuentran comprometidas las obras de arte sacro que sirvieron entonces para transmitir a los fieles, en un marco cristiano, los misterios de nuestra fe.
Pero hoy nos encontramos con una sociedad compuesta, tanto de creyentes e indiferentes, como de agnósticos y ateos; a ellos también tiene que alcanzar el mensaje de Cristo. Es un deber y una responsabilidad apostólica de la Iglesia en el mundo actual: “¡Hay de mi si no anuncio el evangelio! −decía Pablo VI recordando a S. Pablo− Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo”.
Ante este compromiso, hemos de reconocer que el arte es un valor admitido por todos y, como tal, puede ser un magnífico instrumento para llegar hasta los más alejados en un mundo que, de entrada, rechaza todo oferta religiosa. El instrumento será válido, siempre que el arte transmita la fe auténtica. Por eso, la integración de este arte en la totalidad de la fe de la Iglesia es fundamental “y con ello también la relación interior con la historia de la fe, con la Sagrada Escritura y con la Tradición” (Benedicto XVI).
Al servicio de esta Tradición entre los creyentes, las obras de arte sacro favorecen un acercamiento efectivo entre la fe de los fieles y los símbolos de la presencia eucarística. Y la belleza de esta correspondencia, en la experiencia de fe, es la que establece la relación de la Eucaristía con el misterio trinitario, con la revelación divina, y con la totalidad de la fe de la Iglesia.
Las ponencias y las obras de arte que hemos tenido en estas Jornadas nos confirman que España, además de ser la tierra de María Santísima, es también la tierra del Santísimo Sacramento.
Porque en efecto, España es la patria, entre otros, de San Pascual Bailón, el santo declarado por el Papa León XIII “Patrón de las Asociaciones y Congresos eucarísticos”. La de las grandes solemnidades del Corpus Christi con sus procesiones, ornamentos y demás mobiliario artístico. La de la arquitectura eucarística en templos, capillas, sagrarios y retablos. La que conserva en Valencia el Santo Grial de la última Cena. La de las reliquias, milagros y tradiciones eucarísticas. La de la orfebrería en custodias, cálices y demás objetos litúrgicos de los talleres de la península y de Canarias con influencias de Hispanoamérica. La de las eméritas cofradías del Ssmo. Sacramento. La de la música sacra en himnos y motetes eucarísticos. La de las expresiones literarias en poesía y autos sacramentales. Y también la patria del Beato Manuel González García, obispo de los Sagrarios abandonados, en cuya Casa de Espiritualidad hemos celebrado estas Jornadas.
Para terminar resumamos diciendo que, en las XXX Jornadas Nacionales de Patrimonio Artístico de la Iglesia, hemos reflexionado sobre el lenguaje simbólico del arte sacro, relacionado con el dogma de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y su incidencia en la vida de fe de la Iglesia española.
Jesús Casás Otero, sacerdote