Hace unos días, encontré este texto de la Encíclica “Mit brennender Sorge” de Pío XI contra los nazis:
“Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. ‘El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral’ (Sal 14,1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión”(nº 27).
El problema que se plantea aquí es si es posible o no una moral sin Dios. Es indiscutible que antes de optar por Dios o contra Dios ateos y creyentes pueden encontrarse colaborando en la defensa de la dignidad de la persona humana y en la tarea de la transformación del mundo. La experiencia moral es propia de todo ser humano, y también los no creyentes piensan que hay una diferencia entre bien y mal y entre unos valores éticos u otros. Indudablemente hay un amplio campo en el que todas las personas de buena voluntad, creyentes o no creyentes, pueden colaborar en la construcción de un mundo mejor y más justo. Pero sólo, como luego veremos, cuando se ve en el hombre una serie de valores que por ningún motivo se pueden transgredir o pisotear, los que Benedicto XVI llama valores no negociables, se convierte en raíz de auténtica moralidad. Por supuesto que hemos de ver en el no creyente un ser humano absolutamente digno de respeto y que además puede tener una percepción y una conducta moral válida. La verdad no se nos da hecha, sino que hemos de buscarla para encontrarla; por ello la interpelación de los no creyentes puede ser también una fuente de luz moral y de frutos de humanidad.
Ahora bien, sin Dios la conciencia individual tiene las prerrogativas de instancia suprema del juicio moral, decidiendo por sí sola sobre el bien y el mal, porque no hay ninguna instancia superior. No existe una verdad objetiva universal que la razón humana puede conocer y se concede a la conciencia individual el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y de actuar en consecuencia. De ahí el desastre de las morales que han intentado suprimir a Dios, y que al final toda moral tenga que desembocar en Él, pues únicamente así adquiere solidez. Por ello antes o después nos vemos obligados a plantearnos el problema del último "por qué" del dinamismo que hay en el mundo y de su sentido final, dándose entonces o no el salto cualitativo hacia Dios. Ante esa opción uno no puede quedarse neutral y se van a deducir consecuencias transcendentales para la Moral o Ética, puesto que "separados de Mí no podéis hacer nada"(Jn 15,5), y el rechazo a Dios es desde luego posible “el que me aborrece a mí aborrece también a mi Padre” (Jn 15,23), lo que lleva a toda clase de disparates y barbaridades, como nos muestra la Epístola a los Romanos:
“Por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, con la que deshonran sus propios cuerpos, pues trocaron la verdad de Dios por la mentira y sirvieron a la criatura en vez de al Creador, que es bendito por los siglos, amén. Por lo cual los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas, y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, dados al homicidio, a contiendas, a engaños, a malignidad; chismosos o calumniadores, abominadores de Dios, ultrajadores, orgullosos, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados: los cuales, conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen” (Rom 1, 24-32).
No es lo mismo para nuestro actuar el estar abiertos a Dios, lo que conlleva la búsqueda de los verdaderos valores morales, o el rechazarlo, lo que significa que es el espíritu del mal el que se enseñorea de nosotros.
Es decir, quien tiene como meta de su vida la Justicia con mayúsculas o cualquier otro valor moral con mayúscula, como el Bien o la Verdad, aunque se considere no creyente, en realidad está sirviendo a Dios, pues no olvidemos que Dios es Amor (1 Jn 4,8), y todo valor moral con mayúscula acaba identificándose en su grado infinito con el Amor y por tanto con Dios. Es lo que nos enseña San Mateo cuando nos habla del Juicio Final (Mt 25, 31-46).
Como conclusión me parece claro que detrás de toda búsqueda honrada de la Verdad, el Bien, el Amor, allí está presente Dios, aunque a veces esté oculto, pues el Evangelio dice: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 1,14), pero cuando el hombre se aparta voluntariamente de Él, estamos en el reino de la estupidez, de las tinieblas y de la cultura de la muerte. Y si alguien me dice que no debo llamar estúpido o corrupto a nadie, le responderé que no me considero con autoridad para corregir a las Sagradas Escrituras, que a ese tipo de personas les llama necios y corruptos.
Pedro Trevijano, sacerdote