Ediciones Encuentro acaba de publicar la que, hasta donde yo sé, posiblemente sea la primera biografía española del sacerdote y físico belga Georges Lemaître, pionero en la exploración de las implicaciones cosmológicas de la teoría general de la relatividad de Einstein, y estudioso también de otros campos de la física, como el de los rayos cósmicos.
El libro al que me refiero se titula «La Historia del Comienzo», y ha sido escrito por el profesor de física Eduardo Riaza Molina, que ha conseguido presentar al público un texto ameno, breve −poco más de cien páginas− y apto para ser leído de un tirón incluso por aquellos lectores menos familiarizados con los temas de ciencias.
En mi opinión, estamos ante un trabajo que no debería pasar desapercibido. Y ello por varias razones:
En primer lugar porque la biografía del padre Lemaître representa un ejemplo patente de cómo el compromiso cristiano puede armonizarse con el desarrollo de una actividad científica fecunda. Desde luego que la figura del científico cristiano no es excepcional. Al contrario, casi todos los iniciadores de la ciencia moderna fueron personas de profundas convicciones cristianas. (Y este hecho dista mucho de ser una casualidad, como han puesto de manifiesto, sin ir más lejos, los detallados estudios de Stanley Jaki sobre el origen del movimiento científico). Pero la gran difusión de la filosofía materialista en las universidades europeas y americanas a partir del siglo XIX podría dar pie a la cuestión de si, en este nuevo ambiente, a veces no poco hostil, resulta todavía posible edificar un pensamiento sólidamente religioso y científico a la par. Pues bien, la biografía del padre Lemaître muestra a las claras que tal combinación es posible, sin que ninguno de los dos componentes tenga que quedar ensombrecido.
Pero es que no sólo es posible, sino que el resultado es admirable. Pues ocurre que vivimos tiempos en los que el espíritu verdaderamente universitario de aspirar a un saber global, de enfrentarse con todo rigor a las grandes preguntas sobre el mundo y el hombre, y de hacer de la propia vida un servicio a la búsqueda de la sabiduría comienza a resultar un bien escaso. Más que escaso. Lo que abunda en su lugar es una especialización en cuestiones parciales, que son desarrolladas con habilidosa técnica, pero la mayor parte de las veces a costa de atrofiar en los que se dedican a tales actividades toda curiosidad intelectual que vaya más allá del ámbito cada vez más reducido de la propia especialidad. Este desarrollo está convirtiendo las universidades en meras escuelas avanzadas de formación profesional, perfectamente compatibles con la progresiva extensión de una nueva forma de barbarie: la barbarie del especialismo, de la que ya nos advirtió hace tiempo −y por lo que se ve sin mucho éxito− Ortega.
Por eso resulta tan interesante la lectura de biografías como la de Georges Lemaître. Pues en ellas se pone de manifiesto que la combinación del pensamiento cristiano con el científico impide esa decadencia del amor a la sabiduría −la inquietud filosófico-científica− en el mero tecnicismo. En el prólogo al libro que estoy comentando, el catedrático de física Fernando Sols Lucia sugiere que la obra bien podría haberse titulado «El amor a la verdad». Y me parece una observación acertadísima: Lo que realmente caracteriza la biografía de Lemaître, lo que caracteriza la biografía de tantos otros científicos cristianos, también de nuestro tiempo (como puedan ser Ellis, Heller, Page o Polkinghorne), es el amor a la verdad, y la búsqueda de la verdad sobre el cosmos. Una búsqueda a la que se entregan con la confianza de hallarse ante la obra del Logos, y por tanto ante una naturaleza dotada de racionalidad honda, pero al menos en parte accesible al hombre: un libro escrito por el Creador −por usar la metáfora de Galileo que constituye el lema, de raíz teológica, de toda la física moderna−.
Ahora bien, ¿ayuda en algo esta actitud de Galileo y de Lemaître, de amor y búsqueda de la verdad, al progreso científico? ¿O resulta un mero accesorio del que puede prescindirse una vez que tenemos la ciencia bien encarrilada, siguiendo los cauces marcados por el desarrollo del método experimental?
A mi modo de ver, la actitud natural de los científicos cristianos, representada en la biografía de Lemaître no sólo es útil, sino que resulta decisiva para mantener la vitalidad de la investigación científica. Pues cuando se pierde la perspectiva del universo como creación del Logos, se inicia una dinámica de creciente pesimismo en relación con la capacidad humana de obtener conocimientos verdaderos sobre el mundo. Y, paso a paso, se va cambiando el ideal de descubrimiento por el ideal de construcción de los fenómenos para su dominio técnico. Entrando en esa dinámica −y en parte ya se ha entrado en ella, y el estado actual de la universidad tiene mucho que ver con ella− la empresa científica de la descripción del mundo corre serio peligro de ser sustituida por una ciencia concebida como ficción útil. Y cualquiera que haya estudiado, por ejemplo, el desarrollo de la astronomía alejandrina, conoce los efectos profundamente anquilosadores para el pensamiento de esa forma de ciencia.
Por eso resulta tan necesario reflexionar sobre personajes como Georges Lemaître −el llamado «padre del Big Bang», a causa de su decisiva contribución al desarrollo del actual modelo cosmológico estándar−. Ya que esta reflexión nos ayuda a entender que la ciencia no surgió por casualidad en un ambiente cristiano. Y nos lleva también a sospechar que sin ese ambiente, y sin científicos de la hechura de Lemaître, tal vez resulte inevitable su decadencia en una técnica huera.
Vayan, pues, mis felicitaciones a Eduardo Riaza por su oportuno trabajo. Y mi encarecida recomendación de su biografía de Lemaître. Estimado lector, ¿conoce usted al padre del Big Bang? ¿no? Pues ahora tiene la oportunidad.
Francisco José Soler Gil, Technische Universität Dortmund