Queridos hermanos y amigos: paz y bien.
Más de una vez he contado lo que hace unos años me sucedió viendo un musical. La excelente coreografía, que combinaba una letra provocativamente evangélica con una música que te enganchaba más y más, nos fue presentando la escena central en la que poco a poco sentíamos el numeroso público joven que llenábamos el aforo, que una mano invisible nos colocaba en el escenario. Te exigía una toma de posición, como si te llamaran por tu nombre o como si desnudasen tu secreto y tu ambición.
En la platea apareció una persona desastrada, cuidadosamente vestida de una pobreza vulgar. Así de despreciable y compasible. De pronto, aparecieron dos grupos bien diferenciados que porfiaban su mejor solución. Por un lado, unos ejecutivos, con agenda y secretarias, daban vueltas ante aquel pobre de solemnidad. Iban dictando recetas llenas de palabrería vacía: “es preciso fijar una fecha, para concretar un calendario en el que convocar una reunión, marcando las prioridades de una actuación multisectorial, a fin de crear una comisión que estudie la aproximación al problema y realice una memoria comparativa con otros casos semejantes tras un cotejo in situ del panorama internacional. Dietas, viajes, galas y cenas, y bla, bla, bla...”, mientras aquel pobre-pobre se iba muriendo de hambre y de indignidad.
Junto a estos tecnócratas del cuento y de la comisión, aparecieron también los santones de una religiosidad mágica y crédula: “haga Dios el milagro”, repetían sin cesar, como queriendo forzar al Altísimo a una actuación automática, eficaz y a buen precio, mientras no dejaban de abrumar al paria andrajoso con demasiada prédica y sin ningún trigo.
Finalmente, apareció alguien con túnica blanca, lleno de respeto, de ternura y de dulce autoridad. Y fijándose en los santones y en los ejecutivos, les dijo: “dadle vosotros de comer”. Unos y otros se escandalizaron, los ejecutivos por miedo a perder su chollo y los santones por temor a quedarse sin intercesión. Pero ese chollo interesado y aquellos rezos mojigatos, no abrazaban a aquel hombre, no le lograban mirar en su mendiga verdad. Vivían de él, a costa de él, para engordar sus fines adelgazando a quien decían ayudar.
Y ocurrió en verdad, en el escenario de aquella campiña a la orilla del lago de Genesaret. Cuando una muchedumbre hambrienta se abalanzó sobre los discípulos y ellos les querían despedir para que no les complicasen la vida ni les aligerasen la bolsa. Jesús les provocó eso mismo: “dadles vosotros de comer”. No era un problema de Dios, nada más, no era un problema de las autoridades únicamente. Era un problema de ellos, porque aquella hambre, Jesús se la confiaba a sus discípulos. Ellos pusieron la poquedad de unos panes y peces, y con eso el Señor repartió su grandeza hasta la saciedad.
Cada generación tenemos que habérnoslas con esa escena evangélica, porque tenemos delante los pobres que Dios nos da, y nos hace responsables de su hambre hasta decirnos a nosotros también: dadles vosotros de comer. La iniciativas que desde las diferentes organizaciones diocesanas de nuestra Iglesia hemos puesto en marcha, quieren ser un humilde gesto que arrime la esperanza y el amor cristiano a tantas familias y personas que lo están pasado de veras mal. Ni tecnócratas ni santones, sino gente comprometida con el hombre desde el evangelio a flor de piel, por amor a Dios y por amor a cada persona. Dios bendiga estas iniciativas.
Recibid mi abrazo y mi bendición.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo y Adm. Apost. de Huesca y Jaca