Con este mismo título, uno de nuestros bloggers publicó el pasado mes de diciembre este artículo, que ahora hacemos nuestro, con mínimos retoques, como Editorial de InfoCatólica.
Religión en Libertad inició hace tiempo una meritoria campaña para pedir al Rey que no firmase la futura Ley del Aborto, que convierte esta barbarie sangrienta en un derecho. Como es lógico, no podríamos estar más de acuerdo en que el Rey, como monarca, como cristiano y como ser humano, no debe firmar esta Ley inicua y repugnante −más aún, si cabe, que la que actualmente está en vigor−.
Tememos, sin embargo, que los cristianos caigamos en la tentación de entender de forma equivocada y simplista la cuestión, y dejemos que otros elijan el campo de juego de la misma. Nos referimos con esto a un error que está muy extendido y que se refleja incluso en la encuesta que publicaba la propia Religión en Libertad sobre el tema, formada por una única pregunta con dos posibles respuestas:
¿Cree que el Rey debe firmar la Ley del Aborto?
−Sí, es su obligación constitucional y tiene que respetar lo que digan las Cortes.
−No, porque si no firma, la ley no entra en vigor: él es ya el único que puede evitarlo.
La pregunta, así planteada y con esas dos posibles respuestas, constituye un dilema engañoso. Ante todo, porque las dos respuestas son falsas.
La primera opción ofrecida confunde dos conceptos totalmente diferentes, como son la responsabilidad legal y la responsabilidad moral. La obligación legal de hacer algo nunca ha eximido a nadie de la responsabilidad moral de su actuación, que es la que nos interesa como cristianos.
Pongamos un ejemplo evidente. Cuando, en los siglos I - III, los diversos emperadores romanos desataron terribles persecuciones, la ley estaba de su parte. Es decir, los cristianos tenían la obligación legal de realizar sacrificios a los ídolos. ¿Qué sucedió? Algunos, con valentía y con la gracia de Dios, se negaron a hacerlo y dieron su vida como mártires por Cristo. Otros se atemorizaron y renegaron de su fe para salvar la piel, en muchos casos arrepintiéndose después de haber actuado así. Sin embargo, ni a los mártires ni a los apóstatas se les ocurrió afirmar que, porque la ley obligaba a sacrificar a los ídolos, quien lo hiciera no tenía ninguna responsabilidad.
También la ley exime de responsabilidad por su participación en los abortos a los médicos abortistas o a las personas que colaboran con ellos y, sin embargo, sabemos que su colaboración es gravemente inmoral y está penada eclesialmente con la excomunión latæ sententiæ. Como ya dijo San Pedro a los que querían obligar a los Apóstoles a traicionar su fe, “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. No debemos dejar que el lenguaje jurídico nos distraiga de lo que es, ante todo, una cuestión moral.
La segunda opción tampoco es correcta. ¿Por qué? Porque centra la cuestión en los resultados esperados, los cuales son, como mínimo, muy dudosos. Afirma que el Rey es el único que puede evitar la entrada en vigor de la Ley y que, si él no la firma, no entrará en vigor. El problema de este planteamiento es que su resultado es completamente imprevisible. Si el Rey no firma la Ley, es muy posible que se prescinda simplemente de su firma o que se le obligue a abdicar y se nombre en su lugar a su hijo o que se reforme la Constitución para hacer innecesaria su firma o incluso para crear una república… o cien otros resultados posibles.
Es decir, la discusión se traslada de una cuestión moral precisa a una cuestión política incierta y opinable. Con ello se confunde el problema, al centrarlo únicamente en sus posibles resultados y se olvida un principio moral esencial: la moralidad de una acción depende de la calificación moral de sus fines y sus medios. Una moral de resultados es una moral indefensa ante la “razón de Estado”, que acepta cualquier mal siempre que el resultado final vaya a ser bueno para una nación.
La verdadera respuesta a este falso dilema es mucho más sencilla. El Rey no puede firmar la Ley porque, al hacerlo, estaría colaborando con un mal gravísimo de forma directa y premeditada. Y los cristianos sabemos que, antes de cometer un pecado mortal, es preferible perder trabajo, dineros, reputación y hasta la vida, si llega el caso. Da igual que su firma sirva de algo o no y da igual lo que diga la Constitución: firmar le coloca de lleno en el bando de las tinieblas, de la muerte y de la maldad.
Además, por razón de su cargo, cualquiera de sus actos tiene una visibilidad y una influencia que agravan aún más el escándalo y el mal ejemplo causados. Es cierto que los reyes actuales carecen de verdadera potestas, como indica la falta de contenidos y verdaderos efectos sustanciales de sus actuaciones, incluida la firma de una ley. Sin embargo, por ser reyes tienen una auctoritas, una autoridad moral singular, que confiere una gravedad especial a todos sus actos. “A quien mucho se le concedió, mucho se le exigirá”.
Por otra parte, la autoridad, como explica San Pablo, viene de Dios y, por lo tanto, ser Rey no es sólo un trabajo, sino una verdadera vocación, una misión dada por Dios. Y una parte fundamental de la misión de un Rey consiste en defender a los indefensos. Como dijeron San Isidoro y los primeros concilios españoles: “Rex eris si recte facies, si non facies, non eris”. Es decir, serás Rey si actúas con justicia y, si no lo haces, no serás Rey. Un monarca que abandona a las más indefensas de las personas que le han sido encomendadas, no es un Rey, sino un tirano, que pierde cualquier derecho a la lealtad de sus súbditos.
En resumen, si Su Majestad firma la Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del Embarazo, que transforma el aborto en un derecho, estará, de hecho, traicionando su misión de Rey, escandalizando a todos los españoles y guiándolos por un camino que va hacia la muerte, como “un ciego que guía a otros ciegos”. Y si tiene la intención de defenderse en el Juicio Final con un ejemplar de la Constitución o con la excusa de que negarse a firmar no iba a servir de nada, nos tememos que se vea defraudado. Recemos por él, como es nuestra obligación, para que el Espíritu Santo le ilumine y le dé fuerzas para ser verdaderamente un Rey.