Cuando dos personas reciben el sacramento del matrimonio, anuncian solemnemente ante Dios, su cónyuge y la sociedad que ellos se amarán el uno al otro hasta que la muerte los separe, con un proyecto de vida que supone una donación permanente, total, mutua, exclusiva y sin reservas, lo que impide al varón tener simultánea o sucesivamente varias mujeres, y a la mujer tener varios hombres. El amor impulsa a los esposos a emitir el consentimiento y es la raíz de los deberes y derechos en el matrimonio.
“Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto, tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a la perfección con el sacramento del matrimonio” (Exhortación de Juan Pablo II “Familiaris Consortio” nº 19). El amor lleva consigo el afán de permanencia, pero para ello hay que aceptar un presupuesto previo: tener fe en la capacidad del ser humano para orientar su vida con un compromiso definitivo. La fidelidad mutua que se prolonga en el tiempo lleva consigo la entrega máxima y es el modo de preservar la felicidad de la pareja. Supone la coherencia con las ideas que se tienen, con la palabra que se da y con las promesas que se hacen; es una promesa interior hecha con libertad, porque nadie es más libre que el que toma una decisión por amor. De este modo, cualquier entrega sexual a otro sería traición contra esta donación exclusiva y total, aunque la otra parte lo aprobara; como igualmente tampoco es admisible una entrega no plena, tan solo parcial. Esta fidelidad conyugal, tarea siempre nueva y en renovación constante, es la primera forma de la castidad conyugal.
“La fidelidad conyugal refleja la fidelidad de Cristo a la pareja. Por ello, todo atentado a esta fidelidad es percibido desde la fe como una falta contra este misterio de alianza. La dimensión sacramental del matrimonio, el compromiso con Dios, es lo que funda en última instancia la indisolubilidad del matrimonio” (Conferencia Episcopal Francesa “Catecismo para adultos” Bilbao 1993 nº 602, p. 301).
Las experiencias sexuales anteriores al matrimonio contribuyen a privar de importancia a éste y facilitan la ruptura matrimonial, pues aparte de polarizar la persona hacia sus manifestaciones carnales, les hacen menos formadas e inmaduras para el matrimonio. Quien no ha sido fiel antes, difícilmente lo será después, en el matrimonio. La fidelidad es un valor y una actitud espiritual que ha de considerarse en un contexto dinámico, en el cual los obstáculos que se le oponen son a menudo imprevisibles, pero que si se superan, la personalidad se enriquece. Su tarea específica es conservar el amor concreto a alguien, creando un ámbito adecuado de convivencia y dándole continuidad, sin que ello suponga incapacidad de renovación y evolución.
Las motivaciones que estimulan a los esposos a no faltar a sus promesas, tienen sus raíces en el amor. La fidelidad es indiscutiblemente un bien para el matrimonio y la familia, pero es un bien que hay que conquistar día a día, sin cesiones a la debilidad. Supone el respeto a la palabra dada y el convencimiento de que siempre que nos comprometemos a algo, y luego no lo cumplimos, provocamos sufrimiento. La infidelidad es lo contrario al amor, porque procede del engaño y provoca la desdicha. No cabe duda de que la decisión de comprometerse “hasta que la muerte nos separe”, supone aceptar un elemento de incertidumbre y de riesgo. Pero el amor, y sobre todo el amor conyugal cristiano, impulsa a una entrega total, exclusiva y definitiva, reforzada por motivos religiosos.
La fidelidad que ata al marido y a la mujer es un lazo amoroso que supone generosidad, entrega, paciencia, buen humor, capacidad de perdón y de sacrificio, porque requiere que los dos superen los malentendidos y conflictos y se pongan al servicio de la vida, espiritualizando lo carnal y encarnando lo espiritual, lazo que, paradójicamente, no es sino expresión de la verdadera libertad, porque se basa en el convencimiento de que soy capaz de mandar en mí mismo y poner mi vida al servicio del amor. Además, así los esposos se realizan más plenamente como familia y son modelo de vida para sus hijos, a quienes deben, con el ejemplo de su unión, infundir el gusto por el matrimonio y la familia, enseñando a sus hijos con el ejemplo de su vida que amar significa darse.
Cuando dos se casan, toman la decisión de unirse para siempre en un proyecto de vida común, lo que supone que cada uno pasa a ser parte fundamental de la vida del otro. Gracias a la fidelidad, la sexualidad queda orientada al amor personal y a la mutua entrega, buscando juntos el hacerse felices; con ello se garantiza a ambos, no ser considerados sólo como seres sexuales o, todavía peor, como objetos de placer, sino que se les valora como compañeros y personas. Incluso los desajustes sexuales se superan más fácilmente cuanto mayor es el amor entre los esposos. Mientras la infidelidad y la arbitrariedad conllevan el empezar siempre de nuevo y reconsiderar cualquier decisión, la auténtica libertad supone una capacidad de tomar decisiones responsables y definitivas, es decir supone la fidelidad.
Además, el matrimonio contraído excluyendo la fidelidad, es nulo de raíz y es como si no se hubiese celebrado. Quien así actúa, realiza una auténtica injuria hacia su comparte y lo recomendable para ésta no es sufrir, aguantar y callar, sino que una vez detectada la inexistencia del matrimonio lo mejor es iniciar el proceso canónico solicitando la declaración de nulidad.
Pedro Trevijano, sacerdote