Siempre inteligente, y con frecuencia al filo de la cornisa, el hoy casi nonagenario Monseñor Gustavo Podestá apelaba a numerosos recursos para atraer la atención de los seminaristas, que cursábamos la Facultad de Teología. Su «¡no piense, repita!», por ejemplo, era un clásico; cuando algún estudiante, con tono de desafío, buscaba presentarse como pensante, y hacía ostentación de vanidad e ignorancia. Y ahí estaba el veterano clérigo para rematar: «Si usted piensa, piensa pavadas: repita lo que enseña Jesús; y cómo lo explicaron San Agustín, Santo Tomás, y tantos otros…». Fue así cómo, en una de sus clases, generó un silencio impenetrable cuando preguntó: «¿Cómo le da gloria a Dios un cordero?». Ante la multitud de rostros silentes, aclaró: «¡Por supuesto, no me refiero al Cordero de Dios!». Insistió con su interrogación, y al tener como única respuesta la mudez generalizada, enfatizó: «¡Siendo un buen asado, para alimentar a un cristiano!». Sonoras carcajadas y didáctico acierto: quedaba bien expuesta una verdad inapelable; más allá de desvaríos ideológicos y arrebatos de idolatría con los animales.
Las ocurrencias de nuestro profesor me han servido, más de una vez, por ejemplo, en la catequesis, para explicar de modo bien sencillo sobre el Fin último, o sea, Dios, y los medios de los que se valen las criaturas, para glorificarlo. Entre los que se encuentra, por cierto, alimentarse bien. Siempre me ha impactado, entonces, la oración que, en la Misa Tradicional, dice el Sacerdote, en la primera incensación, al bendecir el incienso: «Ab illo benedicáris, in cujus honóre cremáberis» (Bendecido seas por Aquel en cuyo honor vas a ser quemado). Humanamente hablando puede resultar incomprensible. Bien sabemos, de cualquier modo, que la lógica del Señor es muy distinta: Y el humo del incienso, junto con las oraciones de los santos, subió desde la mano del Ángel hasta la presencia de Dios (Ap 8, 4). Al ser quemado asciende hasta el Trono del Señor, como canto de adoración y alabanza. Y eso rompe con todos los esquemas mundanos, siempre en clave de costos -- beneficios.
Y como el incienso y su pequeño holocausto, podemos citar otros ejemplos: las velas del altar que dan testimonio del Santísimo Sacramento, que desciende del Cielo, y que ante Él empalidecen y se consumen. O las flores que le regalan al Sagrario todo su esplendor, y que con el paso de las horas y los días pagan tributo de su existencia a Dios; marchitándose y muriendo le dan gloria al Señor de la Vida en abundancia (Jn 10, 10). Y los leños que alaban a Dios, al formar parte de los altares; como reza el bello Himno «Dios de los corazones», del Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, del que se cumplen en estos días, 90 años. Y las espigas de trigo, convertidas en harina, lo hacen al formar parte del pan para ser consagrado. Y el vino de Misa, y el agua, que transubstanciados nos traen la Sangre y el agua que brotaron del Sagrado Corazón de Jesús. Y los cálices, las patenas, los ornamentos y todos los objetos del Culto. Desde la más estricta materialidad, se alzan hacia el Señor, en adoración y gloria. Y desde allí, desde lo Alto, esos mismos bienes que Dios nos da, adquieren claro destino de eternidad.
Se trata, entonces, de dejarse envolver por el Misterio, sin querer limitarlo a nuestra pequeñez, o intentar explicar lo que, gracias a Dios, nos desborda por todos lados. Ayer, hoy y siempre, el desafío es aceptar que el Señor más se nos revela cuando más oculto parece estar. Como rezamos, en la solemnidad de Epifanía, en un Himno de la Liturgia de las Horas:
Los magos preguntan; y ella
de un Dios infante responde
que en duras pajas se acuesta
y más se nos manifiesta
cuando más hondo se esconde.
Pero, claro, para esta generación nihilista y del sinsentido, esto es absolutamente incomprensible. Tal vez sea por eso que, cuando alguno de sus escépticos miembros se convierte, se asombra especialmente por la simplicidad de las cosas de Dios; frente a la complejidad de quienes todo lo retuercen, para encontrarlo absurdo. «Las cosas no tienen sentido, nosotros se lo damos», me repite, una y otra vez, un joven agnóstico; que, pese a considerarse como tal, cree ciegamente en el «dios azar». Le cuesta entender, en clave metafísica, que «el obrar sigue al ser»; y que a los entes les da su sentido su propia naturaleza. O sea, un pájaro jamás podría comportarse como un rinoceronte; incluso si le fuese permitido «autopercibirse» como tal…
En Argentina, suele decirse que una persona se «quema» cuando se expone indebidamente, se muestra al descubierto, sin ningún tipo de disimulos ni disfraces, o revela sus creencias y puntos de vista, sin medir las consecuencias. Y, por lo general, ello es presentado de un modo despectivo; como si la autenticidad y el manifestarse sin engaños, ni ocultamientos, fuesen necesariamente, de por sí, negativos. Qué bueno sería entonces que nos planteásemos quemarnos como el incienso. Y arrostrar todas las dificultades, todos los peligros, todos los escarnios para dar valiente testimonio del Señor. En una palabra, buscar inmolarnos, en lo que se pueda, todo el tiempo para la gloria de Dios, y de su amadísima Iglesia. Y descubrir así, de un modo nuevo y bien concreto, el verdadero sentido de nuestra vida y de nuestra muerte. Que no dependen, por supuesto, de nuestra voluntad para establecerlo. Sino de Aquel que, al inmolarse en el Calvario, y triunfar sobre la muerte con su Resurrección, vence al mundo (cf. Jn 16, 33), y hace nuevas todas las cosas (Ap 21, 5).
+ Pater Christian Viña.
La Plata, sábado 12 de Octubre de 2024.
Memoria de Nuestra Señora del Pilar.
Día de la Hispanidad. --