Los sentimientos de Jesús que lees en el Evangelio, aquella voz, gestos y miradas… siguen siendo los mismos hoy que hace dos mil años, Cristo está vivo. Igual que se manifestó a los apóstoles, quiere ser uno en ti y mostrarte su intimidad.
El Evangelio, leído personalmente, sabiendo que su Palabra me la dirige a mí, es instrumento para conocerle, contemplar su humanidad e identificarme con Él.
El Espíritu Santo, mediante la gracia, muestra por la fe al Resucitado… retira progresivamente obstáculos… Y, modelando tu corazón, vislumbrarás sus sueños.
Desde el vaciamiento y la donación, comprenderás que todo lo has recibido de Él y nada es tuyo. Afirmarás desde esa transformación: soy tan de Cristo que ya no soy yo, su vida es mía, sus actitudes las mías; Dios puede ver a su Hijo en mí: Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí (Gá 2,20).
Dios ha seguido el camino de la Encarnación: se ha hecho Hombre para que el hombre sea todo de Dios. El Creador quiere que la criatura participe de su divinidad, pues Él ha participado en nuestra humanidad.
Increíble, es así, Dios se ha enamorado, yo soy su vida y razón, vive por y para mí.
Explica el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 460: «El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1,4): “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (S. Ireneo, haer., 3, 19, 1). “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (S. Atanasio, Inc., 54, 3). (…) “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos participantes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres” (Santo Tomás de A., opusc 57 in festo Corp. Chr., 1)».
El sentido de la existencia es vivir del amor de Dios, colaborar en la redención, que el Espíritu Consolador avive el fuego… ¡Y la transformación se produce!... Mira la creación y a cuantos te rodean con ojos cristificados, irradiando amor.
P. Ignacio María Doñoro de los Ríos, sacerdote