Con la decadencia de la política, de la educación y de los valores morales en general, hemos acabado por olvidar que todo Gobierno tiene sobre el pueblo que está a su cargo un deber análogo al que un padre tiene con sus hijos. Este olvido ha hecho que perdamos nuestra capacidad de escandalizarnos ante las indecencias y corrupciones políticas, ya que todo queda en una esfera impersonal, abstracta, sin ningún asidero en lo real, mientras que el hombre necesita lo personal, lo concreto, para sentir la atrocidad de algunos actos. Por eso, para recobrar el sentido de lo escandaloso en la política, es muy útil servirse de la analogía que naturalmente existe entre la familia doméstica y la familia social. Cada vez que consideremos los actos particulares de un Gobierno debemos representarnos ese mismo acto realizado por un padre hacia su hijo. Desde esa perspectiva los actos políticos adquieren su verdadera dimensión.
Imaginemos, por ejemplo, a un padre cuyo hijo ha enfermado de ELA. Este hijo está postrado en la cama, impotente, viendo cómo el dolor conquista cada día un nuevo músculo de su cuerpo para después inutilizarlo. Poco a poco la inmovilidad se ha ido apoderando de él, ha subido lentamente por sus piernas como una serpiente que paralizara cada nuevo tramo por el que pasaba, y él, desde arriba, desde la cima de su propio ser, sólo podía contemplar ese terrible ascenso inexorable, esa marcha enroscada que amenazaba con alcanzar su propia posición. La rabia crecía en el interior del hijo conforme la movilidad de su cuerpo menguaba. La mayoría de los hombres no conoce esa rabia, y ojalá que no la conozca jamás, pues es una rabia que no puede sentir el alivio de expresarse, a la que no le queda el consuelo de contemplar su poder destructor, de derramarse hacia el mundo material. Todos conocemos ese secreto alivio que produce, cuando nos enfadamos, el simple hecho de romper o golpear algún objeto, como si algo dentro de nosotros se reconstruyera mientras destruimos lo que está fuera. Pero hasta ese irracional alivio le está negado al hijo, que siente cómo su rabia sólo puede apagarse rompiendo algo de lo que se encuentra dentro, en su interior, y cómo se extingue sólo porque ha vencido, como un incendio que se extingue sólo porque ya no encuentra nada más que devorar a su paso.
En ese estado de angustia, de impaciencia extenuante, el hijo vuelve sus ojos suplicantes hacia su padre. Sólo él puede proporcionarle la continua asistencia que necesita y hacer más llevadera su vida, esa vida que a pesar de todo el hijo no quiere abandonar, a la que se aferra con tanto más amor cuanto menos parece ser correspondido por ella. Pero su padre le da la espalda. El dinero que sobraría para darle los mejores cuidados, para proporcionarle una amorosa vigilancia, para facilitar sus desplazamientos y llenar su día a día de actividades que amenicen su vida, ese dinero prefiere derrocharlo en lujos y extravagancias. Mientras su hijo permanece postrado en la cama, sobreviviendo a duras penas, el padre gasta su dinero en talleres de masturbación y juegos eróticos, campañas en favor del lenguaje inclusivo, financiación de películas, viajes en avión privado, coches, chiringuitos feministas, estudios sobre el cambio climático y regalos millonarios a sus amigos marroquíes. Por supuesto, delante de sus amigos se encarga de hacer promesas a su hijo, de asegurarle que en adelante va a implicarse más y darle una mejor vida, pero una y otra vez incumple esas promesas.
Y ahora pregunto: ¿qué adjetivo de desprecio sería exagerado para calificar la conducta de ese padre? ¿Qué grado de indignación podría parecer excesivo? Llamar «miserable» a ese hombre sería casi un elogio; protestar continuamente a la puerta de su casa sería demasiado civilizado. Nadie podría contemplar con resignación ese lento y cruel filicidio, a no ser alguien que se parezca al monstruo que lo lleva a cabo.
Pues bien; el Gobierno de España lleva años tratando exactamente así a los enfermos de ELA, restregando por sus caras el dinero que después se gasta en los más inútiles y ridículos «proyectos». A los mencionados talleres de masturbación y erotismo, al lenguaje inclusivo, a los 400 millones de euros que el Gobierno ha regalado a Marruecos en 2023, pueden añadirse otros cientos de gastos descomunales y absurdos. La proposición de ley para aliviar la presión fiscal a los enfermos de ELA fue rechazada por el Gobierno porque su coste de 38 millones de euros, según él, era inasumible. Mientras tanto, para la renovación de la flota de automóviles del Estado fue aprobado un presupuesto de 620 millones de euros; el Gobierno ha destinado 210 millones de euros al bono cultural para que los jóvenes puedan comprar videojuegos y cómics; ha perdonado 15.000 millones de euros a Cataluña para poder seguir permaneciendo un poco más en el poder, y va a pagar 28 millones de euros en un fichaje televisivo.
La misma indignación que se apoderaría de cualquier persona al conocer el comportamiento del padre que he descrito debería ser experimentada cuando se observa su equivalente en el Gobierno. Pero no sucede así. La filiación política, las ideologías, el guerracivilismo constante se encargan de evitar la indignación unánime. Los votantes de izquierda ocultan la tragedia de los enfermos de ELA para no manchar su imagen de adalides de la justicia social, y sus medios afines, que abrirían todos sus noticiarios y portadas con este abandono de las víctimas si la derecha gobernara, la oculta a conciencia para satisfacer a sus amos. Por su parte, muchos de los votantes de derecha sólo utilizan esta cuestión como arma política, pero su indignación, de dudosa autenticidad, acaba al bajarse de la tribuna de la discusión política.
El resultado es esta indiferencia ambiente, esta apatía monstruosa ante una injusticia real, ante el sufrimiento auténtico. El hombre moderno sólo es realmente humanitario ante las injusticias artificiales. Mientras el más ligero gesto, una palabra prohibida por la ideología dominante o un acto considerado discriminatorio despiertan una ola de reacciones que inunda las calles y satura los medios de comunicación, la mayoría de la sociedad se encoge de hombros ante el sufrimiento de los enfermos de ELA y su abandono por parte del Gobierno.
La parábola del buen samaritano nos indica con claridad cuál es la actitud que los católicos debemos tomar en este asunto. Para responder al experto en la Ley, que pregunta quién es nuestro prójimo, Jesús nos habla de un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y que fue apaleado por unos salteadores, dejándolo medio muerto. Un sacerdote judío que también bajaba hasta Jericó, al verlo, da un rodeo para no ayudarlo. Exactamente lo mismo hace un levita: prefiere dar un rodeo para no toparse con él. Pero la tercera persona que pasó, un samaritano, al verlo se acerca a él, le cura las heridas, lo monta en su cabalgadura y lo lleva a un alojamiento pagando sus cuidados. «¿Quién de estos tres --pregunta Jesús-- te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Y cuando el experto en la Ley responde que fue el samaritano, por practicar la misericordia con él, Jesús le responde: «Vete y haz tú lo mismo».
La parábola de Jesús nos interpela hoy a todos. Ese hombre herido por los salteadores se encuentra en todas partes, a nuestro alrededor, bajo nombres y rostros diferentes. Está en el mendigo que suplica una limosna, en la anciana desamparada, en el vecino angustiado. Y está, por supuesto, en los enfermos de ELA, que han caído en el mismo camino por el que nosotros pasamos.¿Seremos sus prójimos o daremos un rodeo?