En el artículo anterior he encontrado varios comentarios de cómo vive Dios la lejanía del hombre, y cómo afecta el pecado al Amor misericordioso y redentor.
No afecta a su naturaleza divina, que es inmutable, pero sí al Corazón del Padre. Si no ofendiera a su Corazón sería que Dios no nos quiere y no le importan nuestras faltas de amor, si quedara insensible ante nuestros desprecios significaría que el hombre le es indiferente.
Cuando nos dejamos llevar por el egoísmo, y nos colocamos en el centro, encerrándonos en nosotros mismos; y lo bueno es lo que es bueno para mí, no para los demás, la infelicidad llama a nuestra puerta y se adueña de la casa.
Cuando despreciamos e interpretamos los mandamientos de Dios erigiéndonos en señores del bien y del mal, y nos formamos la idea de un dios justiciero, sin aceptar lo que hemos recibido del Creador, ocultando el pecado hasta afirmar que no existe… otra vez la amargura nos invade.
La fuerza del pecado está en su ocultamiento, trabaja en la oscuridad. A medida que entremos en Cristo Redentor descubriremos la tristeza que provocan nuestras faltas en Dios, en los hombres y en todo lo creado.
Afecta a la creación y la somete a la caducidad -como enseña san Pablo- y, por ello, gime y siente dolores de parto, esperando con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios; porque sólo por este camino se puede liberar realmente de la esclavitud de la corrupción, para participar de la libertad y de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 19-22).
El drama para ti, y todavía más para el Corazón de Cristo, es que llega un momento en que te crees incapaz de ser perdonado. El que así siente, realmente no ha conocido a Dios. Un hijo, por mucho que se emponzoñe, sigue siendo hijo. «Oh feliz culpa, que mereció tener tan grande y excelente Redentor», exclama la Iglesia en el Exultet del Sábado Santo.
Feliz pecado que me ayudó a descubrirte cómo eres, Señor, y cómo son mis hermanos. Gracias a mis caídas has derrochado tu misericordia y se ha obrado la conversión.
Nunca impones nada, ni intentas vencer sino convencer; respetas y callas con dolor profundo cuando no te comprendo. Te conmueves cuando vuelvo a mirarte, deseando abrazarme.
Encontraré la felicidad cuando me deje amar por ti, y comprenda lo cariñoso que eres. Ya no tendré miedo a las caídas, saldrás en mi busca para ser mío. La única empresa y vocación será alegrar tu Corazón.
P. Ignacio María Doñoro de los Ríos, sacerdote