«Dichoso mes, que empieza con todos los Santos y termina con san Andrés», dice un refrán castellano. El mes de noviembre nos presenta la meta de la santidad personal y la de todo el Pueblo de Dios, y nos invita a orar por los difuntos.
La Iglesia recuerda a los difuntos todos los días: en la eucaristía, en la oración de vísperas de la liturgia de las horas y en otras muchas ocasiones. Son los hijos que más sufren y de tales hijos una madre no puede olvidarse nunca.
Los difuntos son aquellos que han terminado su curso en la tierra, continúan viviendo para siempre, han muerto en el Señor y todavía no han llegado a la meta, a gozar de Dios a plena luz. Algo los retiene, y son las impurezas de su alma, hasta que queden plenamente purificados por el fuego del amor. Todos los que han muerto en el Señor, en la presencia de Dios reconocen con toda clarividencia cuánto ha sido el amor de Dios para con ellos, y perciben al mismo tiempo cómo no han correspondido a ese amor de la misma manera.
Ese fuerte dolor, ese contraste entre el grande amor de Dios y la respuesta humana con un amor que no ha dado la talla, es como un fuego intenso que aquilata el oro fino hasta eliminar toda ganga. Eso es el Purgatorio, la situación en la que se encuentran muchos hermanos nuestros, que han muerto en el Señor y están purificándose antes de entrar definitivamente a gozar de Dios plenamente. Por un lado es una situación bienaventurada, porque han muerto en el Señor, y están más cerca de Dios. Y por otro, es una situación de dolor, que brota del amor y convierte ese amor en amor de la más alta calidad, con el cual verán a Dios.
Nuestra Madre la Iglesia santa nos trae a la memoria continuamente y más durante este mes de noviembre el recuerdo de los fieles difuntos, los que son conocidos, porque son cercanos, familiares y amigos, y los desconocidos, de los que quizá no se acuerde nadie. Primero para invitarnos a crecer en el amor hasta llegar a un amor plenamente oblativo, con el cual pasar directamente de este mundo al cielo de los bienaventurados, cuando nos llegue la hora. Y sobre todo, para que por nuestra oración y sacrificios, en la comunión de los santos, aportemos a nuestros hermanos la ayuda que necesitan para superar esa etapa, ese estado de cierto apartamiento de Dios.
Nuestra oración les llega, podemos echarles una mano con nuestros sufragios. Si tuviéramos algún familiar o amigo que nos pide echarles una mano, lo haríamos inmediatamente para ayudarles a salir de esa situación. Pues, algo parecido con nuestros hermanos difuntos. Jesucristo es el único redentor que quiere darles la plena felicidad, y nos llama a colaborar con él, en la comunión de los santos, para que ayudemos a nuestros hermanos difuntos. Oremos por ellos, completemos en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo en favor de ellos, vivamos esa profunda comunión, por la que compartimos nuestros bienes, el amor de Dios recibido a raudales.
Muchas personas han pasado el purgatorio en la tierra, y van directamente al cielo. Quiere decir que sus sufrimientos vividos con amor los ha purificado de toda sombra de pecado y de egoísmo antes de partir para la casa del Padre. Eso nos anima a asumir toda contrariedad, todo lo que nos hace sufrir y ofrecerlo por la reparación de nuestros pecados y los del mundo entero. El Purgatorio es como una ducha de amor a título póstumo, una última oportunidad para purificarse en el amor y entrar a gozar de Dios para siempre.
Oramos por nuestros difuntos y por todas las almas del Purgatorio. Ellos no sólo nos recuerdan nuestro pasado común, porque forman parte de nuestra biografía, sino ante todo nos reclaman a una vida definitiva con Dios, en la que ellos ya viven para siempre, y nos invitan a vivir ya desde la tierra un amor cada vez más puro, que nos introduzca directamente en el cielo.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba