El oscuro y melancólico mes de noviembre parece proporcionarnos el «fondo de pantalla» perfecto para recordar a nuestros difuntos. De hecho, el segundo día de este mes, mucha gente acudirá al cementerio para visitar las tumbas de sus seres queridos, renovando con oraciones y flores el cariño que sienten por aquellos que ya no están. Sin embargo, antes de esto, el primero de noviembre la Iglesia adopta un tono diferente; se viste de blanco, el color de la pureza y la alegría. ¿Por qué? Ese día, los cristianos celebraremos que somos una familia espiritual. Como Madre que es, la Iglesia nos convoca y anima a meditar sobre la búsqueda de la santidad.
Pero, ¿no es muy difícil el propósito de ser santo? ¿No vale simplemente con ser bueno? Y, por otro lado, ¿es un viaje solitario o podemos encontrar compañeros de camino? Responder a estas preguntas puede arrojar luz para vivir un poco mejor el día de Todos los Santos.
En primer lugar, es importante recordar qué significa ser santo. Pues bien, la santidad es sencillamente la identificación con Jesucristo. Como le gustaba decir a san Josemaría Escrivá, ser «alter Christus, ipse Christus» (otro Cristo, el mismo Cristo). La santidad es el resultado de una profunda unión con Dios. Más que «hacer», es un «dejarse hacer» por Él. De ahí brota una verdadera transformación interior que nos lleva a reflejar a Jesús en nuestra vida cotidiana. Por eso, el santo no es el que hace todo perfecto, sino la persona dócil al Espíritu Santo que emplea sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2013).
Junto a la pregunta anterior, surge otra: ¿es la santidad asequible para todos? A menudo asociamos la santidad sólo con la vida de los santos canonizados; esas figuras heroicas que han sido reconocidas por la Iglesia. Pero, en realidad, la santidad no es exclusiva de unos pocos elegidos. Cada uno de nosotros tiene la capacidad de vivir una vida santa. La Solemnidad del primero de noviembre nos recuerda que la llamada es universal, sin importar nuestras imperfecciones o nuestras miserias personales. Y es en la Iglesia donde podemos encontrar apoyo, compañeros de camino para recorrer esta aventura.
Los santos, con su diversidad de historias y experiencias, nos muestran que existen diversos caminos para identificarse con Cristo. En sus vidas vemos reflejadas nuestras propias luchas, dudas y debilidades. También nos recuerdan que la santidad no es un logro instantáneo, sino un proceso continuo de conversión y crecimiento, de victorias y derrotas, de comenzar y recomenzar. Al mirar a los santos, encontramos inspiración y consuelo en la idea de que, «la vida no es una demostración de habilidades, sino un viaje hacia Aquel que nos ama: mirando al Señor, encontraremos la fuerza para seguir adelante» (tweet del papa Francisco, 9 de mayo de 2023).
El próximo uno de noviembre la Iglesia nos volverá a recordar que estamos invitados a emprender este emocionante viaje. Nos mostrará con júbilo cómo a lo largo de la historia, personas normales y corrientes se han convertido en santos, y han hecho de la santidad una forma normal de vivir. Esta misma posibilidad se extiende a cada uno de nosotros. Por ejemplo, Carlo Acutis, un millennial que utilizó sus habilidades tecnológicas para difundir el amor a la Eucaristía; Teresita de Lisieux, una humilde carmelita cuya espiritualidad de la sencillez y la confianza ha inspirado a personas de todo el mundo; Teresa de Calcuta, con su dedicación a los más necesitados… y tantísimos otros. Estos santos no solo son modelos a seguir, sino también intercesores que, desde el cielo, nos animan en nuestro propio camino hacia la santidad.
En medio de la oscuridad de noviembre, tal vez mientras paseamos por un parque de árboles desnudos sobre una mullida alfombra de hojas, podemos reflexionar sobre esta verdad tan profunda y transformadora: Dios me eligió, antes de crear el mundo, para que fuera santo (cfr. Ef 1, 4). De hecho, lo podemos unir al recuerdo de nuestros difuntos, celebrando por todo lo alto a los que ya han alcanzado la meta. No es un camino solitario, sino un viaje en familia. A medida que avanzamos hacia el invierno, permitamos que la llama de Cristo arda en nuestros corazones.
Ramón Fernández Aparicio