La resistencia que los cristianos mostraron contra la adoración de los ídolos paganos en los primeros tiempos de la Iglesia católica sorprendió tanto a emperadores como a ciudadanos. Los edictos contra ellos, las persecuciones, la coacción física y psicológica no les afectaba como al resto de los hombres. Ante la amenaza de muerte y bajo las torturas más ingeniosas que la crueldad pudo haber inventado, aquellos cristianos permanecían firmes, dispuestos a derramar su sangre, y a hacerlo con una extraña alegría que espantaba más a sus verdugos de lo que el castigo espantaba a los cristianos.
La aritmética, además, parecía haber suspendido todas sus leyes: matar a aquellos cristianos no reducía su número, sino que lo aumentaba; uno menos eran cien más, cien menos eran mil nuevos. Imagina que por cada pequeña flor que aplastas crecen súbitamente a tu alrededor miles de flores inmensas, palmeras colosales, bosques, montañas, cordilleras; imagina que por cada cortina que cierras a la luz se forma un nuevo sistema solar. Así de impresionados debían sentirse emperadores y soldados romanos ante aquella insólita propagación que Tertuliano definió de una vez para siempre: «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos».
Y ciertamente tenían motivos para sorprenderse. Aunque algunos romanos creyeran en la inmortalidad del alma y en la vida después de la muerte, no era una creencia extendida ni definida por su religión; eran sólo especulaciones filosóficas incapaces de penetrar en el sentimiento y de mover a un hombre a actuar en consecuencia. «Un hombre --escribió John Henry Newman-- vivirá y morirá por un dogma: ningún hombre será mártir por una conclusión». El pagano no estaba dispuesto a morir por defender las teorías de Platón, la lógica de Aristóteles o la prosa de Cicerón, pues en los momentos donde el miedo dispersa la mente, las convicciones que no han profundizado sus raíces vuelan con ella.
Por lo tanto, el apego natural a esta vida no tenía para el pagano el contrapeso del amor a la otra. Si se le amenazaba con matar a su familia, con destruir todos sus bienes y con torturarlo a él mismo como preludio de su muerte, el pagano, no sintiendo en su interior ninguna confianza en la otra vida ni la realidad de su alma inmortal, estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de evitar esa sucesión de desgracias. Podrá haber excepciones en la historia del paganismo, pero son tan raras que no hacen más que confirmar la regla.
En nuestros días, tras relegar el cristianismo a un segundo plano, ha vuelto a renacer aquella sumisión incondicional del paganismo. La mayoría de las figuras públicas manifiestan una opinión al unísono bajo la batuta del globalismo, y si alguien se desvía del pensamiento autorizado y desentona, es sometido ipso facto a un linchamiento, objeto de un boicot, destituido de su cargo y tratado como un paria social.
Este aviso a navegantes surte su efecto: casi todos se abstienen de dar su opinión hasta no haber sondeado la opinión oficial, o lo hacen en línea con casos precedentes. Si a veces, por un fatal descuido, alguno de ellos expresa su parecer antes de tiempo y en contra de lo que después será impuesto por el establishment progresista, la figura en cuestión no tarda en rectificar públicamente, sacrificando su criterio en el altar de lo políticamente correcto. Luego espera su condena o absolución envuelto en un sudor frío, como el gladiador cuando el dedo pulgar del emperador comenzaba a girar.
Las personas que no están expuestas al público no son menos propensas a mimetizar su opinión con esa opinión oficial, y aunque en diferente grado, el motivo es el mismo: el miedo a perder sus comodidades temporales. Con esta expresión de «comodidades temporales» no me refiero sólo a los bienes palpables, sino a cualquier elemento que contribuya a hacer más confortable esta vida presente. La aceptación social, la reputación entre los modernos o la tranquilidad que resulta de no tener que defender continuamente nuestras ideas son poderosas tentaciones para librarse a la opinión ambiente, y tan materialistas como las tentaciones al contado.
Esta sumisión general que abarca a todos los estratos sociales es una consecuencia directa del materialismo. Si nunca había existido una época tan manejable como la nuestra, es porque nunca había existido una época tan antirreligiosa. La razón es clara: cuando lo que más ama el hombre no está en manos del poder civil, éste no puede servirse de ello como materia de coacción, no puede amenazar con arrebatárselo si no obedece, ni prometer que se lo dará si acata todas su órdenes. El dominio de ese poder sólo se extiende a lo material, mientras que ese hombre ama algo que está en un plano superior.
En cambio, se puede dominar fácilmente a quienes previamente se ha convencido de que sólo existe esta vida, de que sólo importa lo material, de que no tienen alma ni existe Dios. Como todo lo que aman se encuentra en el plano material, quien tiene el poder sobre ese plano tiene a la vez el poder sobre ellos. Con la amenaza de arrebatar sus bienes o la promesa de concedérselos podrá manipular a los hombres hasta límites insospechados, y no sólo hacerles hablar, sino incluso pensar contra sus propias conciencias.
Podemos decir, por lo tanto, que el hombre moderno lleva en su pecado la penitencia. Ha forjado las propias cadenas que arrastra y ha amurallado el diámetro del que no puede salir. Al empeñarse en creer que sólo existe lo que puede ver y tocar, ha dado a su carcelero las llaves de su libertad y las armas para custodiarle, ha sellado la única salida, ha pagado sus grilletes con las monedas que podían pagar su custodia. En la lista de especies más estúpidas del reino animal, el materialista ocupa el primer puesto por encima del pez, pues si éste pica el anzuelo, al menos no lo fabrica.
A Midas se le concedió el poder de convertir en oro todo cuanto tocaba, pero pronto descubrió que su deseo era una maldición. Quiso abrazar a su hija, pero la convirtió en una estatua de oro; quiso comer, pero el oro, al parecer, es indigesto. Desconsolado y al borde de la muerte, pidió a Dioniso que le arrebatara lo que en su ignorancia había creído que era un don.
Al hombre moderno le ha sucedido algo parecido: deseó que todo se convirtiera en materia, y se le ha concedido vivir como si realmente no existiera nada más. Todo a su alrededor se ha vuelto tan grosero como sus deseos. Busca la amistad y no encuentra más que cuerpos, corre tras el amor y sólo alcanza formas. Ahora, al borde de la inanición espiritual, habiendo convertido a sus hijos en seres insensibles como estatuas, el amor en pornografía, la felicidad en lingotes de tedio; ahora, cuando todo lo que toca se gangrena, cuando lo importante se desvanece precisamente porque no lo deja permanecer invisible; ahora el hombre puede, si todavía conserva una fibra sensible con la que sentir su propia desgracia, pedir que termine su maldición. Pero su desgracia no es un mito, ni por lo tanto es un dios mitológico quien puede liberarlo; para acabar con su verdadera desgracia debe acudir al único Dios verdadero.