Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Un gran maestro siempre glosaba los versos de Antonio Machado diciendo: ¡Qué bien suena y qué gran mentira es!
Nos disponemos a peregrinar, D.v., un año más a Covadonga. Una peregrinación conlleva una gran caminata, una actividad que es profundamente natural en el ser humano ─ahí están tantos montañeros, excursionistas, domingueros... que aprecian las marchas en medio de la naturaleza─ hacia un destino singular. Muchos de los familiares y amigos, al conocer nuestra peripecia, exclamarán con gran entusiasmo que se trata de «toda una experiencia», de una «gran aventura», de algo que está «muy chulo». ¡Y qué duda cabe! Peregrinar tres jornadas seguidas a algo más de 30 kilómetros por día en el bello paraje del antiguo Reino de Asturias, desde Oviedo a Covadonga, reviste estos atributos otorgados por el hombre moderno. Está lleno de goces sensibles que muchos aspiran a disfrutar en los tiempos estivales y también de ciertas virtudes naturales cuya forja no es nada desdeñable: el desafío de la superación personal, la perseverancia en medio del cansancio, la contemplación de los verdes valles del norte, el compañerismo que aflora ante la dificultad... o, incluso, por qué no, la complacencia casi paradisíaca de la gastronomía lugareña, que no tiene nada que envidiar a las mejores cocinas españolas.
Sin embargo, peregrinar es, ante todo, una actividad hondamente cristiana, sobrenatural. Los frutos que se buscan son propiamente sobrenaturales. Y, aunque como buenos católicos sabemos que la gracia no destruye la naturaleza, es menester que todas las dimensiones naturales estén engarzadas en una gran empresa sobrenatural. Dicho con términos ignacianos: que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones estén puramente ordenadas en servicio y alabanza de su Divina Majestad. Será esto lo que dé auténtica especificidad cristiana a estas fechas, no permitiendo que se conviertan en unos días de meras vacaciones. Y para ordenar todo a su verdadero fin sobrenatural nada mejor que considerar que la historia de la Salvación y la formación del pueblo de Israel, nuestros padres ─porque según san Pablo somos nosotros, los cristianos, los verdaderos israelitas e hijos de Abraham─, están enraizadas en una gran peregrinación:
El Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra». Abrán marchó, como le había dicho el Señor (Gn 12, 1-4).
Así funda nuestro buen Dios el linaje y la casa de los Patriarcas: mandando al padre de todo el Pueblo Elegido que peregrine hacia la Tierra Prometida, en donde Dios promete hacer de Abraham una gran nación y bendecirlo hasta tal punto que en él serán benditas todas las naciones de la Tierra. He aquí la clave de toda la Historia Sagrada. Los cristianos sabemos que esta gran promesa se cumplirá cuando el Verbo de Dios haya nacido del linaje de Abraham, convirtiéndose en la fuente de bendición para todos. Pero hasta entonces el Pueblo de Israel experimentará una especie de peregrinación continua durante siglos, pasando por la dura esclavitud de Egipto y su liberación, hasta conseguir asentarse y fundar el reino en la tierra de Canaán. Entonces también vendrán las dificultades e incluso la expulsión de la propia Tierra Prometida, para seguir de peregrinación en el exilio hasta alcanzar el regreso y la reconstrucción del Templo y la Ciudad Santa. Sabemos también los cristianos que todo esto no era sino la imagen pasajera de la realidad eterna que nuestro Señor Jesucristo venía a traer. Él es el Reino, incoado ya en esta vida en todos aquellos que se unen a Él por medio de la gracia, a la espera de llegar a constituir lo que vio anticipadamente san Juan:
Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el «Dios con ellos» será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas». (Ap 21, 1-5)
Este será el definitivo cumplimiento de la promesa de Dios. Pero hasta entonces, de alguna manera, seguimos de peregrinación. Y cuando nos disponemos a peregrinar tres días hacia Covadonga, lo hacemos con el pensamiento puesto en que desde los inicios hasta el fin la vida de los hijos de Dios reviste características de peregrino: hay un punto de partida y hay una meta; hay lucha y combate contra las dificultades de la travesía; hay peligros por asalto en las oscuras veredas; hay solaz y alivio en los puertos seguros y restitución de fuerzas en las buenas posadas; hay lugares para restañar las heridas y sanar de las enfermedades; hay flores que contemplar y sirenas que evitar; hay fieras que enfrentar y dardos que eludir; hay amigos, para hacerse espaldas unos a otros, al decir teresiano; y hay enemigos que arrostrar. Hay, en definitiva, un camino a recorrer. Y este camino nos llevará desde la miseria propia en la que venimos a este mundo hasta la mayor de las riquezas: de la indigencia de los hijos de Eva a la posesión de los hijos de Dios en la visión beatífica. Bien podemos decir los hijos de Israel:
Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí como emigrante, con pocas personas, pero allí se convirtió en un pueblo grande, fuerte y numeroso. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestros gritos, miró nuestra indefensión, nuestra angustia y nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y prodigios, y nos trajo a este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel (Dt 26, 5-9).
Y esto lo decimos, parafraseando a Tolkien, con la convicción de que no toda la gente errante anda perdida (Not all those who wander are lost). A veces la vida de los que deseamos ser fieles a la Tradición parece errante, fuera de lugar, incluso anacrónica. Para el Mundo, sin duda, resultará extravagante y procurará maltratarnos, oprimirnos e imponernos una dura esclavitud. Pero nosotros sabemos que una vida errante en este mundo no quiere decir perdida. Y sabemos que las sendas que hollaron nuestros mayores, desde Abrahám hasta nuestros abuelos; las huellas que dejaron los que nos precedieron y que nosotros nos esforzamos por seguir; la Tradición que nos es legada de generación en generación, de la que aprendemos a saber quienes somos, por qué luchamos y hacia dónde nos encaminamos; todo lo que a su vez procuramos atesorar, pulir y ofrecer a los más pequeños; será la garantía de ver los signos y los prodigios de Dios, pues no es otra cosa que seguir el Camino o, mejor, seguir a Aquel que ha dicho: Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14, 6) y que no ahorró desvelos hasta desgastarse por cada uno de nosotros. ¡Qué elocuente es el pasaje de la Samaritana! Y Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo. Era hacia la hora sexta (Jn 4, 6).
¡Señor Jesús! Queremos acompañarte en la hora sexta que es la de la Cruz. Queremos ir tras tus huellas, cansándonos en el camino, hasta llegar al pozo de nuestro padre Israel que es tu pecho abierto de donde mana leche y miel. Queremos ser hijos errantes, fieles peregrinos, que cuando se vean pobres y sin fuerzas se dirijan a ti con las palabras de la Liturgia, arguyendo en su favor que su verdadero y auténtico padre, el nuevo Adán, cabeza del linaje humano, quiso llegar a ser un arameo errante, un peregrino, por mucho que su alma estuviese ya en la Tierra Prometida por la visión beatífica desde el mismo instante de su existencia: Recordare, Iesu pie, quod sum causa tuæ viæ; ne me perdas illa die (acuérdate piadoso Jesús que yo fui causa de tus caminos; no me pierdas en aquel día).
¡Caminantes! ¡Hay camino! ¡Sólo tenemos que andar! El Camino entregado por el Señor Jesús a los Apóstoles y de éstos, generación tras generación, a nosotros. El Camino de la Tradición.
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Julio 2023