Un alumno del colegio Gaztelueta, en Lejona, acusó en 2011 al profesor José María Martínez Sanz, numerario del Opus Dei, de abusos sexuales. La Audiencia provincial de Vizcaya condenó al profesor a once años de prisión; pero posteriormente el Tribunal Supremo estimaría de forma parcial el recurso presentado por el condenado, excluyendo de los hechos probados por la Audiencia diversos episodios, por apreciar «una insuficiencia probatoria y un discurso valorativo que no podemos avalar». De este modo, la condena de Martínez Sanz se redujo a dos años. Paralelamente, el profesor fue sometido a un irregular proceso canónico ante la Congregación para la Doctrina de la Fe. El profesor Martínez Sanz no quiso impugnar esta investigación, a pesar de que el órgano encargado de realizarla no fuese competente y de que se le estuviese aplicando un fuero indebido, por ser laico. Finalmente, se decretaría el archivo del caso, por falta de pruebas; y el cardenal Ladaria ordenaría que se restituyese la fama del profesor.
Pero Francisco, después de «coincidir» con el alumno que sufrió los disputados abusos en un documental (que no describimos por cubrir con un manto la desnudez penosa de Francisco, siguiendo el ejemplo de piedad filial de Sem y Jafet), ha decidido someter al asendereado profesor a otro proceso canónico, supuestamente con la intención de «depurar responsabilidades y ayudar a sanar heridas», aplicándole la ley canónica actualmente vigente, en lugar de la que regía cuando aquellos hechos acaecieron. Así se conculcan dos principios generales del Derecho: 'non bis in idem' e irretroactividad de las leyes. El profesor no ha comparecido en este proceso desquiciado; pero sí lo han hecho sus representantes legales, entiendo que por querer el Opus Dei mostrar obediencia al Papa.
Pero, como nos enseña Santo Tomás, la obediencia religiosa «sujeta la propia voluntad a otro por sujetarla a Dios y en orden a la perfección». No se pueden obedecer mandatos gravemente injustos que nos obliguen a claudicar de la recta razón y de la ley moral; pues esto significa abdicar de la conciencia. La obediencia religiosa no existe para que se imponga la voluntad turbulenta o caprichosa de un superior, aunque sea el mismísimo Papa. Este profesor –sea inocente o culpable– está siendo brutal e injustamente atropellado. La injusticia es abominable a los ojos de Dios; y una Iglesia que somete a sus hijos, por pecadores que sean, a la injusticia está faltando a su misión.
Afirmaba Chesterton que, para entrar en una iglesia, tenemos que quitarnos el sombrero, pero no la cabeza. Por no andar por la vida descabezado escribo este artículo, que no pretende defender a un profesor a quien no conozco, numerario de una organización donde soy en general aborrecido, sino tan sólo mostrar mi escándalo ante un atropello que la Iglesia no puede amparar, salvo que aspire a convertirse en república bananera. Amicus Plato, sed magis amica veritas.