Breve razón parenética del escrito
En el seno mismo de la Iglesia católica, se viven tiempos recios marcados por una deliberada propensión a deformar y oscurecer la verdad; el Sínodo alemán es un buen botón de muestra, pese a que, en realidad, éste no supone más que el paroxismo de un proceso modernista-progresista incoado hace muchísimo tiempo y que, a día de hoy, afecta metastásicamente al conjunto de la Iglesia. He aseverado en otras ocasiones ―y lo reitero― que, en este ambiente malsano de reinvención, aparentemente dominado por un número, aunque escaso, de innovadores rupturistas muy activos y poderosos, es realmente enervante la disposición psicológica de la gran masa de los buenos, que, por pusilanimidad y debilidad de la voluntad, termina siempre por no decir nunca nada; qui tacet, consentire videtur. Sin embargo, también debemos reconocer la existencia, en el lado opuesto, de algunas reacciones que dejan mucho que desear, pues éstas no se fundamentan en la recta razón, sino que, más bien, son producto de una especie de humor bilioso amarillo, como demuestran los constantes ataques ad hominem y las habituales malas formas ―con tintes mundanos―, frecuentemente expresadas a través del mal uso y abuso compulsivo ―a veces histérico― de las redes sociales, curioso fenómeno que contrasta con las consabidas pretensiones de conservadurismo o de tradicionalismo, etiquetas éstas que delatan, por otra parte, un modus cogitandi et loquendi paupérrimo y partidista que no contribuye a la edificación de la Iglesia. Pienso que, en estos precisos momentos, el Señor nos exige arrojar luz y dar razones para la esperanza, y esto únicamente es posible con la convergencia in unum de verdad y caridad, lo cual obliga consecuentemente a un discurso teológico bien fundamentado, razonado y razonable. Si la reacción ―a la cual apelo, repito― está desprovista de estas características, entonces puede caerse en el mismo error que quiere confutarse. Fijémonos bien que buena parte de los novi homines actuales, negando las esencias del catolicismo y sirviéndose de la sinodalidad ―concepto anfibológico que aún está pendiente, bajo mi punto de vista, de una rigurosa clarificación teológica―, desean fundar una nueva religión desde una visión eclesiológica enteramente inmanentista y antropocéntrica. Procuremos, pues, que la ratio de la antedicha reacción no esté disociada de la dimensión sobrenatural de la Iglesia, en tanto que misterio de la unión de los hombres con Dios, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica en un sencillo, pero magnífico, pasaje que nos eleva a las altas cimas del espíritu. Procedo, por ende, a comentar sintéticamente dicha enseñanza a la luz de santo Tomás de Aquino, pues creo que éste puede ofrecernos el norte intelectual hacia donde dirigir prudentemente, no sólo nuestro apostolado, sino también la antedicha reacción y lucha por la verdad; sapientis est ordinare.
Matrimonio espiritual de Cristo y la Iglesia
En el Credo profesamos: «[credo] unam sanctam catholicam et apostolicam Ecclesiam»[i]. En efecto, la Iglesia de Dios forma parte de nuestra fe; es un gran misterio (μέγα μυστήριον), como expresa san Pablo (cf. Ef 5, 32). Del mismo modo lo enseña ―como hemos dicho― el Magisterio en el Catecismo de la Iglesia Católica: es el misterio de la unión de los hombres con Dios (cf. nn. 772-773). A continuación (cf. nn. 774-776), se explica ―apelando a Lumen Gentium― cómo la Iglesia, además de ser misterio, es también sacramento, universale salutis sacramentum[ii], es decir, signo e instrumento para la salvación de la humanidad y de la unión de ésta con Dios[iii]. Oportunamente, el número 774 del Catecismo explica que el término griego μυστήριον se ha traducido al latín como mysterium o como sacramentum; ambos conceptos son indisociables, pues manifiestan una misma realidad, aunque desde dos ángulos distintos. El concepto sacramentum es una analogía litúrgica que constata la razón de medio que tiene la Iglesia, por la cual los hombres pueden recibir la gracia de Dios; este concepto, aplicado a la Iglesia, subraya su realidad visible como signo ―no sólo visible, sino también eficaz―[iv] de la realidad profunda e invisible a la cual hace más referencia el término mysterium. En este contexto, entendemos mejor por qué los números 772 y 773 del Catecismo tratan ex professo de esta realidad invisible y misteriosa de la Iglesia, pues ésta es la que proporciona la razón de ser a su sacramentalidad, mediante la cual los hombres pueden unirse a Dios; la voluntad de Dios es ―como dice san Pablo― recapitular todo en Cristo: instaurare (o recapitulare) omnia in Christo (Ef 1, 10)[v]. De hecho, esta unión de los hombres con Dios es ―como enseña Juan Pablo II―[vi] la realización del diseño divino para la salvación de la humanidad; he aquí el gran misterio de la Iglesia.
La unión de Cristo con su Iglesia es tan íntima (espiritual y sobrenatural), que la Sagrada Escritura la califica de esponsal (cf. Ef 5, 25-27), como subraya el Catecismo (cf. n. 772). Existen hermosas y variadas analogías aplicadas a la Iglesia, como, por ejemplo, pueblo de Dios (cf. 1Pe 2, 9-10), rebaño (cf. Jn 10, 11-16), viña (cf. Mt 21, 33-43), templo (cf. 2Co 6, 16) o ciudad (cf. Heb 12, 22-24; Ap. 21, 3), pero la figura de Esposa de Cristo ―solamente parangonable con la de Cuerpo de Cristo (cf. Ef 5, 23-24; 1Co 12, 20; Col 1, 18)― revela, a un nivel muy profundo e intenso, la unidad de Cristo con su Iglesia, del Esposo con su Esposa. Al respecto, esta figura esponsal podría ser incluso más inequívoca que la relativa a la unión de Cabeza-Cuerpo, ya que la primera, al significar la unión de ambos términos, también deja clara su distinción[vii]. En el segundo caso, la espléndida analogía Cabeza-Cuerpo podría hacer pensar, en el caso de considerase superficial e imprecisamente, que Cristo es una parte o un miembro de la Iglesia, lo cual sería erróneo, porque ―como advierte el Angélico―, en Cristo, el bien espiritual no es parcial, sino totalmente presente e íntegro (totaliter integrum)[viii].
El gran misterio de este matrimonium spirituale tiene como finalidad última la salvación o la santidad de los miembros de la Iglesia. Por este desposorio místico, Cristo deviene el sponsus totalis Ecclesiae ―como sentencia Tomás―[ix], y por ello, la Iglesia contiene y comunica la gracia de Dios a sus miembros, transformándolos interiormente, deificándolos, manifestando, así, que el ser más íntimo de la propia Iglesia es sobrenatural. Esta deificación o santificación se realiza especialmente gracias a la vida sacramental; por esta razón, el Catecismo ―apelando a Lumen Gentium 8― dice: «En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por «la caridad que no pasará jamás»(1Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa» (n. 773). Los dos principales sacramentos que realizan y perfeccionan esta unión esponsal entre Cristo y su Iglesia son el bautismo y la eucaristía, sacramento de las bodas del Cordero. Aquí debemos añadir, no obstante, que, aunque en esta cuestión contemplamos la Iglesia en su conjunto, no debemos olvidar que esta unión con Dios se actualiza y se hace presente en cada hombre particular, especialmente en virtud de los sacramentos, mediante los cuales la Iglesia se desposa con Cristo, como expresa el Aquinate describiendo el significado litúrgico del anillo episcopal[x]. En razón de la caridad y de la gracia que recibe en los sacramentos, cada alma, individualmente ―aunque formando parte de la unidad del Cuerpo de la Iglesia―, participa de este matrimonio espiritual quod in Baptismo contrahitur[xi]. En este sentido, la eucaristía es vista por santo Tomás como el sacramento por excelencia de la unión con Dios[xii], y Matthias Joseph Scheeben, como la manifestación perfecta del ser propio de la Iglesia, definido éste como la comunión más íntima y real de los hombres con Cristo, el Hombre-Dios[xiii].
Como señala el Catecismo, es especialmente por la caridad que los hombres se unen a Dios (cf. n. 773): en el estado de vida presente, de modo imperfecto; perfectamente, en el estado final de bienaventuranza. Al respecto, las tres virtudes teologales son esenciales. La fe nos enseña cuál es el bien o fin último, y por la esperanza podemos tender hacia ese fin. Sin embargo, como nos da a entender san Pablo, en la vida eterna estas dos virtudes teologales se extinguirán; sólo subsistirá la caridad (cf. 1Cor 13, 13). A pesar de que la bienaventuranza consiste en un acto eterno de visión intelectual, los bienaventurados se unen a Dios y gozan de su felicidad eterna por la voluntad. Por consiguiente, la caridad es metafísicamente más perfecta, porque permite a los comprehensores alcanzar a Dios para reposar en Él[xiv]. Por esta razón ―enseña santo Tomás―, en el estado actual de viatores, el alma, aunque de modo imperfecto, se une ut sponsa a Dios por la caridad, constituyendo, así, un matrimonio espiritual[xv]. En este desposorio místico, la Iglesia está sometida y sujeta a Cristo por la caridad (cf. Ef 5, 24); he aquí la entrega de la Esposa al Esposo. Sin embargo, este acto de sometimiento y donación no puede considerarse unilateralmente, ya que Cristo la amó y se entregó por ella primero. Cristo no sólo goza de la capitalidad de la Iglesia, sino que también es el salvador de los miembros del Cuerpo: «el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo» (Ef 5, 23). De hecho, la manifestación de esta esponsalidad se da especialmente en la pasión de Cristo. La Iglesia, al respecto, debe considerarse la nueva Eva ―título también mariano―, idea que consta por vez primera en el siglo II, en la Segunda epístola a los Corintios del Pseudo-Clemente[xvi]. En este sentido, como enseña el Concilio de Vienne (1312), así como de la costilla del primer Adán se formó a Eva para el matrimonio, del costado perforado de Cristo se formó su esposa, la Iglesia[xvii].
La maternidad fecunda de la Iglesia
Del ser místico esponsal de la Iglesia deriva, por consiguiente, su ser maternal. La Iglesia también debe considerarse como madre fecunda que engendra nuevos hijos ―los miembros del Cuerpo Místico―, nutriéndolos mediante el bautismo, la eucaristía, el resto de los sacramentos, la Palabra de Dios y, en definitiva, la gracia sobrenatural, para que lleguen a ser santos. Aunque en este pasaje concreto del Catecismo que estoy comentando no exista una referencia expresa a la Iglesia como madre, en otras partes sí que se hace explícitamente alusión a este aspecto maternal. Por ejemplo, en la primera parte, relativa a la profesión de fe, se enseña que, aunque la salvación viene de Dios, es a través de la Iglesia que recibimos nuestra vida de fe, y, por este motivo, ella debe ser llamada madre (cf. n. 169). Así pues, la Iglesia, desposada o unida a Cristo, engendra a sus hijos a la vida sobrenatural. En la liturgia se manifiesta justamente esta dimensión, al considerar el bautismo como el sacramento del nuevo nacimiento, o como enseña el Catecismo tridentino, sacramentum regenerationis per aquam in verbo[xviii].
La fecundidad de la Iglesia es absolutamente sobrenatural; todos los elementos esenciales y visibles de la Iglesia están ordenados a la santidad de sus hijos. Para expresar esta idea, el Catecismo (cf. n. 773) cita muy oportunamente la carta apostólica de Juan Pablo II Mulieris dignitatem, aunque de modo incompleto. Para poder captar mejor su sentido, pues, conviene leer el texto original, en donde constatamos primeramente que el Papa no se refiere a la estructura en general de la Iglesia ―en un sentido abstracto e indeterminado―, sino concretamente a la estructura jerárquica, la cual, por cierto, es la única que está ordenada per se ipsa a la santidad, por ser de institución divina. En segundo lugar, el final omitido del texto en cuestión trata acerca del Espíritu Santo, como podemos leer: «Aunque la Iglesia posee una estructura jerárquica, sin embargo esta estructura está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo. La santidad, por otra parte, se mide según el gran misterio, en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo, y lo hace en el Espíritu Santo, porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5)»[xix]. En efecto, la fecundidad sobrenatural de la Iglesia estriba en la acción divina del Espíritu Santo que obra eficazmente en su interior de modo invisible y misterioso ―como explica el Catecismo al tratar de la Iglesia como Templo del Espíritu Santo (cf. nn. 797-801)―, infundiendo la caridad en nuestros corazones para que nos unamos más perfectamente a Dios; efectivamente, la santidad de los miembros es obra del Santificador. Si recurrimos a la analogía de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, podemos concebir al Espíritu Santo vivificador como alma de la Iglesia; así lo enseña el papa León XIII en la encíclica Divinum illud munus (1897)[xx], apelando a San Agustín[xxi]. La acción del Espíritu Santo en la Iglesia debemos siempre tenerla en su debida cuenta, si no queremos considerar la maternidad de ésta en un sentido puramente formal, sólo como instructora y educadora, a pesar de que también lo sea; la maternitas Ecclesiae es esencialmente sobrenatural y sacramental. Por otro lado, conviene recordar que el Espíritu Santo no sólo actúa en los ministros ordenados y en los integrantes de la jerarquía, sino en la Iglesia en todo su conjunto. Así pues, la fecundidad espiritual de la Iglesia concierne a todos sus miembros, aun cuando podamos hablar de distintos grados de participación, según la gracia y el ministerio de cada uno, especialmente de aquellos que tienen la potestad de celebrar la eucaristía y la misión de predicar la Palabra de Dios. Por ende, en esta precisa cuestión deben evitarse visiones innecesariamente restrictivas, como la de Scheeben, que concibe la fecundidad sobrenatural de la Iglesia vinculada exclusivamente al sacerdocio ministerial, concediendo solamente un sentido analógico a la maternidad general de la Iglesia[xxii]. Según mi modo de ver, este teólogo alemán, al no tener aquí suficientemente en cuenta que todas las almas pertenecientes a la Iglesia son también, sin excepción, esposas de Cristo, se niega a aplicar sensu stricto la fecundidad de la maternidad de la Esposa al conjunto de los miembros, a la Iglesia total e íntegra, reservándola sólo a una parte, lo cual me parece excesivamente reductivo.
La «ratio mariana» de la Iglesia
El punto 773 del Catecismo termina afirmando que María precede en santidad a todos los miembros de la Iglesia. En efecto, la Iglesia, non habentem maculam aut rugam (Ef 5, 27), tiene, en el orden de la gracia y santidad, un lugar preeminente para María Inmaculada, en cuanto que es gratia plena. Ella es el prototipo de la maternidad y de la fecundidad sobrenatural de la Iglesia, y el modelo primordial de santidad, es decir, de la unión profunda con Dios, fin último de la Iglesia y del plan divino: «En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad de designio de Dios» (n. 772). Por el fiat que ella pronunció en presencia del Ángel en la Anunciación, es decir por la Encarnación, se obró el desposorio entre Dios y la Iglesia ―e incluso la humanidad―[xxiii], representada en María. Así pues, la Bienaventurada Virgen es madre natural de la Cabeza de la Iglesia, ya que dio ex propriis la naturaleza humana al Verbo, pero también es madre espiritual, pues, por ella, en cuanto intercesora y mediatrix entre la Cabeza y los miembros, Dios nos comunica su gracia; ésta es la misión derivada de su consentimiento (nupcial) en la Anunciación, y manifestada en el parto, como señala Tomás de Aquino: «La Bienaventurada Virgen obtuvo tan gran plenitud de gracia, que era la más próxima al autor de la gracia, de modo que recibiera en sí al que está lleno de toda gracia y dándole a luz la derivase en cierto modo a todos»[xxiv].
Aunque el único mediador es Cristo, María aparece con una función de mediación subordinada, pero eficaz, como señala el Concilio Vaticano II[xxv]. En el mismo Concilio hubo una importante cuestión disputada: ¿debía dedicarse a María un documento conciliar exclusivo o más bien incluirse dentro del marco de la Constitución dogmática sobre la Iglesia? El aula conciliar estuvo totalmente dividida al respecto: 1074 votos a favor de la primera propuesta y 1114 a favor de la segunda. Por tan sólo 40 votos de diferencia se incluyó a María en Lumen Gentium, pero sin considerarla Madre de la Iglesia, para así evitar ir en contra del espíritu ecuménico (!)[xxvi]. No obstante, mediante una formidable y providencial intervención, en el discurso de clausura de la tercera sesión (21 de noviembre de 1964), Pablo VI proclamó a María Madre de la Iglesia, de todo el pueblo de Dios, tanto de los miembros, como de los pastores[xxvii]. Que María sea miembro de la Iglesia y esté situada en el plano de la economía de la redención, no impide que pueda ser considerada Madre de la Iglesia. Al respecto, el monje Berengaudus (840–892), comentando el Apocalipsis ―célebre comentario durante mucho tiempo atribuido erróneamente a san Ambrosio―, afirma que la figura de la misteriosa mujer que aparece en la Revelación de san Juan puede hacer referencia a María. Sin embargo, al margen de la precisión de la exégesis bíblica, lo que aquí más me interesa subrayar es que Berengaudus señala que no hay problema en considerar a María bajo dos aspectos, tanto como hija y máximo miembro de la Iglesia, cuanto como madre[xxviii].
Así es, María, aunque pertenece también al Pueblo de Dios, es un miembro excelente que tiene, respecto de los otros miembros, un carácter singular y una posición primordial y superior en el orden sobrenatural, pues, de entre todos los bienaventurados de la Iglesia triunfante y gloriosa, ella es la que está más perfectamente unida a Dios. En el orden perfectivo ―y no sólo cronológico― hay que considerarla primera, pues es en la Anunciación que ella deviene Madre de todos los creyentes y Madre de la Iglesia. Al respecto, San Agustín sostiene que el mismo hecho de la unión hipostática significa el desposorio entre la naturaleza divina (el Verbo) y la carne o naturaleza humana (la Esposa). A partir de esta consideración cristológica, el santo africano entiende ―a nivel eclesiológico― que la Iglesia se unió a la naturaleza humana de Cristo, naciendo de este modo el Cristo total, Cabeza y Cuerpo, o sea, la persona mystica de Cristo, como a él le gusta decir. Por esta razón ―según el Hiponense―, toda la Iglesia debe considerarse la Esposa de Cristo, y el útero de la Virgen, el tálamo nupcial (illius sponsi thalamus fuit uterus Virginis)[xxix]. En el mismo sentido, el Concilio de Vienne subraya también que el Verbo asumió la naturaleza humana ex tempore in virginali thalamo[xxx]. Efectivamente, en la Anunciación ―según explica santo Tomás―, María da el consentimiento nupcial en nombre de toda la humanidad: «fue conveniente se anunciase a la Bienaventurada Virgen que concebiría a Cristo [...] para que se manifestase cierto matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana; y por esto se esperaba por la Anunciación el consentimiento de la Virgen en lugar del de toda la naturaleza humana»[xxxi].
Finalmente, en la Cruz se muestra a la perfección dicha maternidad espiritual cuando el Señor, dirigiéndose a su madre y a san Juan, dice respectivamente: ecce filius tuus, ecce mater tua (cf. Jn 19, 26-27). En este pasaje vemos cómo, de hecho, no podemos entender la maternidad de María en un sentido única y puramente biológico, pues tiene un alcance espiritual o sobrenatural que afecta a toda la Iglesia; ella concibió al Verbo divino por la fe. Con razón, Juan Pablo II afirma que puede decirse que la Iglesia es al mismo tiempo mariana y apostólico-petrina[xxxii]; incluso, más todavía: «la dimensión mariana [mariana ratio] de la Iglesia precede a su dimensión petrina» (n. 773)[xxxiii]. La razón de esta conclusión es doble. Primeramente hay que tener en cuenta que Pedro y los Apóstoles ―a diferencia de María Santísima― forman parte de la Iglesia sancta ex peccatoribus. En segundo lugar, no debemos olvidar que los tria munera apostólicos están ordenados a la santificación de los miembros de la Iglesia, es decir, a alcanzar el ideal de santidad que María ha prefigurado y anticipado en su propia persona por la gracia de Dios[xxxiv]. En otras palabras, y para terminar, en la Iglesia la ratio petrina tiene sólo carácter de medio, en cambio, la ratio mariana, de finalidad, identificándose ésta necesariamente con la dimensión sobrenatural, espiritual e invisible del gran misterio de la Iglesia. No sin motivo, san Ambrosio de Milán considera a María Ecclesiae typus[xxxv], es decir, figura de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad, de la santidad, de la maternidad, de la esponsalidad y de la perpetua unión con Dios.
Mn. Jaime Mercant Simó
Notas
[i] Concilium Constantinopolitensis, Symbolum (30 de julio de 381): DS 150: [πιστεύω] εἰς Μίαν, Ἁγίαν, Καθολικὴν καὶ Ἀποστολικὴν Ἐκκλησίαν.
[ii] Cf. Concilium Vaticanum II, Constitutio dogmatica de ecclesia Lumen Gentium (21 de noviembre de 1964), cap. VII, 48: AAS 57 (1965), p. 53.
[iii] Cf. Ibidem, cap. I, 1: AAS 57 (1965), p. 5.
[iv] Cf. Ioannes Paulus II, La Iglesia, misterio y sacramento: Audiencia general (20 de noviembre de 1991), nº 6:
< http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1991/documents/hf_jp-ii_aud_19911127.html>
[v] Ἀνακεφαλαιώσασθαι τὰ πάντα ἐν τῷ Χριστῷ (Ef 1, 10).
[vi] Cf. Ioannes Paulus II, La Iglesia, misterio y sacramento: Audiencia general (20 de noviembre de 1991), nº 2:
< http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1991/documents/hf_jp-ii_aud_19911127.html>
[vii] Cf. François Daguet, Théologie du dessein divin chez Thomas d’Aquin, París: J. Vrin, 2003, p. 431.
[viii] Cf. Thomas Aquinas, Scriptum super Sententiis, lib. IV, dist. 49, q. 4, a. 3, ad 4.
[ix] Cf. Thomas Aquinas, Super Matthaeum, cap. 9, l. 3.
[x] Cf. Thomas Aquinas, Scriptum super Sententiis, lib. IV, dist. 24, q. 3, a. 3, co: «Per anulum [significatur] sacramenta fidei qua Ecclesia desponsatur Christo: ipsi enim sunt Ecclesiae sponsi loco Christi».
[xi] Cf. Thomas Aquinas, Scriptum super Sententiis, lib. IV, dist. 34, q. 1, a. 4, arg. 1.
[xii] Cf. Thomas Aquinas, Summa Theologiae III, q. 79, a. 1, ad 1: «Per hoc autem sacramentum augetur gratia, et perficitur spiritualis vita, ad hoc quod homo in seipso perfectus existat per coniunctionem ad Deum».
[xiii] Cf. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Barcelona: Herder, 1957, pp. 571-572.
[xiv] Cf. Thomas Aquinas, Summa Theologiae II-II, q. 23, a. 6, co.: «Propter quod oportet quod etiam inter ipsas virtutes theologicas illa sit potior quae magis Deum attingit. Semper autem id quod est per se magis est eo quod est per aliud. Fides autem et spes attingunt quidem Deum secundum quod ex ipso provenit nobis vel cognitio veri vel adeptio boni, sed caritas attingit ipsum Deum ut in ipso sistat, non ut ex eo aliquid nobis proveniat. Et ideo caritas est excellentior fide et spe; et per consequens omnibus aliis virtutibus».
[xv] Cf. Thomas Aquinas, De virtutibus, q. 2, a. 12, arg. 24.
[xvi] Cf. Pseudo-Clemens, II Epistola ad Corinthios, 14, 2, en Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Madrid: BAC, 1963, p. 366.
[xvii] Cf. Concilium Viennense, Constitutio Fidei catholicae (6 de mayo de 1312): DS 901: «Et quod in hac assumpta natura ipsum Dei Verbum pro omnium operanda salute non solum affigi cruci et in ea mori voluit, sed etiam emisso iam spiritu perforari lancea sustinuit latus suum, ut exinde profluentibus undis aquae et sanguinis formaretur unica et immaculata ac virgo sancta mater Ecclesia, coniux Christi, sicut de latere primi hominis soporati Eva sibi in coniugium est formata, ut sic certae figurae primi et veteris Adae, qui secundum Apostolum "est forma futuri" (cf. Rom 5,14), in nostro novissimo Adam, id est Christo, veritas responderet».
[xviii] Cf. Pius V, Catechismus Romanus II, 2, 5.
[xix] Cf. Ioannes Paulus II, Epistula apostolica Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), n. 27: AAS 80 (1988), p. 1648: «Quamtumvis habeat Ecclesia structuram hierarchicam [cf. LG, nn. 18-29], illa tamen compages tota ad membrorum in Christo sanctimoniam dirigitur. Porro secundum mysterium magnum illa diiudicatur sanctitas, ubi Sponsi dono respondet Sponsa proprio amoris dono, idque facit in Spiritu Sancto, quandoquidem "caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum, qui datus est nobis" (Rom 5, 5)».
[xx] Cf. Leo XIII, Litterae encyclicae Divinum illud munus (9 de mayo de 1897): DS 3328.
[xxi] Augustinus Hipponensis, Sermones ad populum, sermo 267, cap. IV: PL 38, 1231: «Quod autem est anima corpori hominis, hoc est Spiritus Sanctus corpori Christi, quod est Ecclesia: hoc agit Spiritus Sanctus in tota Ecclesia, quod agit anima in omnibus membris unius corporis».
[xxii] Cf. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Barcelona: Herder, 1957, pp. 576-588.
[xxiii] En efecto, la misión mediadora de María podemos situarla también dentro del contexto nupcial de la unión de la humanidad con Dios. Cf. François Daguet, Théologie du dessein divin chez Thomas d’Aquin, París: J. Vrin, 2003, p. 466: «Elle [Marie] a une mission propre et qui ne vaut que pour elle, contribuer à l'effusion de la grâce du Christ sur tous les hommes. De ce fait, et ensuite, elle est parmi les créatures dans une situation unique de plénitude de grâce et de proximité par rapport au Christ. Enfin, cette médiation mariale se développe dans un contexte nuptial».
[xxiv] Thomas Aquinas, Summa Theologiae III, q. 27, a. 5, ad 1: «Beata Virgo Maria tantam gratiae obtinuit plenitudinem ut esset propinquissima auctori gratiae, ita quod eum qui est plenus omni gratia, in se reciperet; et, eum pariendo, quodammodo gratiam ad omnes derivaret».
[xxv] Cf. Concilium Vaticanum II, Constitutio dogmatica de ecclesia Lumen Gentium (21 de noviembre de 1964), cap. VIII, 62: AAS 57 (1965), p. 63: «Haec autem in gratiae oeconomia maternitas Mariae indesinenter perdurat, inde a consensu quem in Annuntiatione fideliter praebuit, quemque sub cruce incunctanter sustinuit, usque ad perpetuam omnium electorum consummationem. In coelis enim assumpta salutiferum hoc munus non deposuit, sed multiplici intercessione sua pergit in aeternae salutis donis nobis conciliandis. Materna sua caritate de fratribus Filii sui adhuc peregrinantibus necnon in periculis et angustiis versantibus curat, donec ad felicem patriam perducantur. Propterea B. Virgo in Ecclesia titulis Advocatae, Auxiliatricis, Adiutricis, Mediatricis invocatur. Quod tamen ita intelligitur, ut dignitati et efficacitati Christi unius Mediatoris nihil deroget, nihil superadda».
[xxvi] Cf. Bernard Sesboüé, La Virgen María, en Bernard Sesboüé (dir.) et alii, Historia de los dogmas, Salamanca: Secretariado Trinitario, 1995, vol. III, p. 464.
[xxvii] Cf. Paulus VI, Allocutio post tertiam Oecumenicae Synodi sessionem (21 de noviembre de 1964): AAS (1964), p. 1015: «Igitur ad Beatae Virginis gloriam ad nostrumque solacium, Mariam Sanctissimam declaramus Matrem Ecclesiae, hoc est totius populi christiani, tam fidelium quam Pastorum, qui eam Matrem amantissimam appellant; ac statuimus ut suavissimo hoc nomine iam nunc universus christianus populus magis adhuc honorem Deiparae tribuat eique supplicationes adhibeat».
[xxviii] Cf. Berengaudus (Pseudo-Ambrosius), Expositio super septem visones libri Apocalypsis, cap. XII: PL 17, 876CD: «Possumus per mulierem in hoc loco et beatam Mariam intelligere, eo quod ipsa mater sit Ecclesiae; quia eum peperit, qui caput est Ecclesiae: et filia sit Ecclesiae, quia maximum membrum est Ecclesiae».
[xxix] Cf. Augustinus Hipponensis, In Epistolam Ioannis ad parthos tractatus decem, I, 2: PL 35, 1979: «Ille ante solem qui fecit solem, ille ante luciferum, ante omnia sidera, ante omnes Angelos, verus creator ―quia omnia per ipsum facta sunt, et sine ipso factum est nihil―, ut videretur oculis carneis qui solem vident; ipsum tabernaculum suum in sole posuit, id est carnem suam in manifestatione huius lucis ostendit: et illius sponsi thalamus fuit uterus Virginis, quia in illo utero virginali coniuncti sunt duo, sponsus et sponsa, sponsus Verbum et sponsa caro; quia scriptum est: Et erunt duo in carne una; et Dominus dicit in Evangelio: Igitur iam non duo, sed una caro».
[xxx] Cf. Concilium Viennense, Constitutio Fidei catholicae (6 de mayo de 1312): DS 900.
[xxxi] Thomas Aquinas, Summa Theologiae III, q. 30, a. 1, co: «Congruum fuit beatae virgini annuntiari quod esset Christum conceptura [...] ut ostenderetur esse quoddam spirituale matrimonium inter filium Dei et humanam naturam. Et ideo per Annuntiationem expetebatur consensus virginis loco totius humanae naturae».
[xxxii] Cf. Ioannes Paulus II, Epistula apostolica Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), nº 27: AAS 80 (1988), p. 1718.
[xxxiii] Cf. Ibidem, nota 55.
[xxxiv] Cf. Ibidem.
[xxxv] Cf. Ambrosius, Expositio Evangelii secundum Lucam, lib. II, 1284, 7: PL 15, 1555: «Discamus et mysterium. [Maria] Bene desponsata, sed virgo; quia est Ecclesiae typus, quae est immaculata, sed nupta. Concepit nos virgo de Spiritu, parit nos virgo sine gemitu. Et ideo fortasse sancta Maria alii nupta, ab alio repleta; quia et singulae Ecclesiae Spiritu quidem replentur et gratia; junguntur tamen ad temporalis speciem sacerdotis».