El Padrenuestro es la oración cristiana por excelencia. Lo hemos recibido en dos versiones por los Evangelios de Mateo (Mt 6, 9-13) y Lucas (Lc 11, 2-5), que lo insertan en contextos diferentes. Como en el caso de otros textos paralelos, se podría pensar que la información en ellos recibida la presentó Jesús en más ocasiones. No es extraño, si esa enseñanza ha sido asumida por la actitud y el uso de las primeras comunidades. En el primer Evangelio, el Padrenuestro acompaña las otras conductas esenciales recogidas en la exposición de la Ley nueva, que el nuevo Moisés resumió en el Sermón de la Montaña, el nuevo Sinaí. La versión lucana responde a la solicitud de un discípulo que ha visto a Jesús orando –quizá un ex discípulo del Bautista–. En el primer caso, la recitación del Padrenuestro es un precepto: «Ustedes oren así» (outōs oun proséujesthe umeis) (Mt 6, 9); en el segundo es el ruego de un discípulo que vio a Jesús orando: «Enséñanos a orar» (didaxon hemas proséujesthai) (Lc 11, 1). La Tradición ha asumido la versión mateana.
No deseo, en lo que sigue, ofrecer un comentario exegético con rigor científico, sino una meditación basada en la memoria.
«Padrenuestro», Abinu en hebreo. En el Antiguo Testamento se reconoce que Yahveh es el Padre de su pueblo, pero el apelativo no integra el bagaje de la oración del judaísmo. En la revelación cristiana, en cambio, brota del hecho de la Encarnación: es el Hijo, la segunda Persona de la Trinidad, quien llama –con toda razón- Padre a YHWH. En este hecho reside la originalidad del Padrenuestro, que implica una profesión de fe: la verdad central del cristianismo; asumimos el apelativo «Padre» porque en el Hijo hemos sido hechos hijos de Dios. Lo decimos con Él; el don de la caridad, la agápē del Padre hace que nos llamemos y seamos hijos de Dios (1 Jn 3, 1). El crecimiento en la vida cristiana incluye el progreso en la intimidad de confianza y amor con el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, a quien podemos pedirle todo: Él es quien viste a los lirios del campo y alimenta a las aves del cielo; ¡cuánto más hará por ustedes! (Mt 6, 30). Notemos el plural de Abinu, Padre nuestro, no mío: se indica así, sencillamente, la fraternidad cristiana, expresada sobre todo en la liturgia, que es siempre coral, comunitaria. Inclusive cuando el sacerdote celebra solo; toda la Iglesia está con él. Otra observación: decir «Padre nuestro» es una osadía. En el momento de pronunciarlo en la Misa se lo admite expresamente: nos atrevemos a decir.
Padre nuestro que estás en el Cielo. ¿De qué cielo se habla? ¿Qué es «el Cielo»? En realidad, el Cielo es Dios; es nuestro encuentro decisivo con Él. La redundancia está lejos de ser tautológica. Nosotros somos llamados a una vida celestial, a una existencia en Dios.
Siguen a la invocación inicial siete peticiones. El número siete en la simbología bíblica expresa una totalidad; aquí es la redondez y perfección de la súplica. Todo el misterio de la súplica se expresa de ese modo. Tres peticiones se refieren a Dios y a su gloria; las cuatro restantes manifiestan la necesidad del hombre.
Santificado sea tu Nombre. El Nombre de Dios (YHWH) resulta ubicuo en la Sagrada Escritura. En la oración de Jesús ese Nombre es el del Padre. Que sea santificado quiere decir: que se lo reconozca como santo. El Nombre es la Persona; en la revelación cristiana es la tripersonalidad de Dios (la Trinidad). «¡Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo!»
Venga a nosotros tu Reino. El Reino, su llegada, su realización, ocupa el centro del anuncio de los profetas; una realidad a la que implícitamente apuntaba la vocación de los Patriarcas, desde Abraham. El Reino es la Tierra –ha aretz-, pero va más allá, incluye a los goyim, la universalidad de las naciones, que Israel está llamado a reunir en el Reino. El mensaje de Jesús tiene por centro el anuncio del Reino, de su proximidad, su llegada y cumplimiento. Este aspecto está bellamente expresado en la plegaria del Buen Ladrón: ¡Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu basiléia, a establecer tu Reino!
Hágase tu voluntad. Como se hace en el Cielo, también se haga en la tierra. Toda la historia de la salvación es un despliegue de la voluntad de Dios. Israel debía vivir pendiente de la voluntad de YHWH su Dios, autor de la Alianza. Esa voluntad es soberana, misteriosa (no caprichosa). La voluntad de Dios manifestada a Israel es su amor; como Dios ama al pueblo, éste debe amar.
Danos hoy nuestro pan de cada día. El don del pan es el don por excelencia, tanto en la Biblia como en nuestra habla común. Ganar el pan es la finalidad del trabajo humano e implica el sudor de la frente. Poder hacerlo es expresión de la libertad, de la independencia. Pedirlo a Dios significa, entonces, el reconocimiento de nuestra dependencia del Señor. En el Antiguo Testamento alude al maná, el alimento prodigioso que reemplaza las ollas de carne que podían comerse en Egipto. Entre lo uno y lo otro está la protesta del pueblo y su desconfianza. El maná es el pan bajado del cielo que YHWH da como signo de su Alianza. En el Padrenuestro es dicho epioúsion, supersustancial (Mt 6, 11). Los Evangelios relatan dos multiplicaciones de los panes realizadas por Jesús: en una comieron cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, y sobraron doce canastas de fragmentos, restos de los cinco panes en las manos de Jesús (Mt 14, 19-21); en la segunda, de siete panes comieron cuatro mil hombres (solo varones entraron en la cuenta) y sobraron siete canastas de fragmentos (Mt 15, 36-38). Estos gestos representan a Jesús que es en su Persona, por su santísima humanidad, el Pan de Vida que bajó del cielo y es Él el don de la Alianza con Dios (Jn 6, 48-51). El Pan es la carne que Jesús entrega para la vida del mundo. El Pan que pedimos en la oración es epioúsion: pan de la mesa común y de la mesa eucarística.
Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Es este un valor evangélico fundamental, ilustrado por el Señor en varias oportunidades: si no perdonamos no seremos perdonados. Depende de otro: no juzgar, para no ser juzgados. Asoma también en el Evangelio una terrible perspectiva: el caso de un hombre a quien se perdonó una deuda enorme, y que oprime a otro por la deuda de unas monedas. El perdón es un don reduplicado en el que se manifiesta la justicia de Dios y su misericordia, que el hombre está llamado a imitar con generosidad. El así como implica la libertad de aceptar y de dar. Jesús ha venido a salvar –a perdonar- a los pecadores y es el modelo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»; esta petición incluye una disculpa; el perdón es dis – culpar, no atribuir culpa a quien nos hace el mal. Los mártires han imitado plenamente al Mártir por excelencia. El principio vale para el discípulo y para la Iglesia toda.
No nos dejes caer en la tentación. El tenor original de la súplica dice no nos metas, inducas, en la prueba (peirasmón). En el Antiguo Testamento se registra que YHWH prueba a su pueblo, a ver si se conserva fiel o no. El drama de la historia de la salvación se encierra en este misterio y nos remite al Paraíso, donde Dios prohíbe a Adán comer del árbol que está en el centro del jardín. La falla –el pecado- original es haber cedido ante la intriga del diablo y la frivolidad de la Mujer. A la salida de Egipto, y durante la larga travesía del desierto, Israel es probado, y repetidamente no resiste; así ocurre al hombre, siempre. De allí la importancia de la súplica. La traducción de mē eisenenkēs ēmas como «no nos dejes caer» es, en realidad, una interpretación que incluye en el drama a la libertad humana y así lo desfigura, le quita el misterio.
(Sino) líbranos del mal. La expresión original apo tou ponērou puede leerse «del mal» o «del Malo». En el primer caso la referencia es a todo mal, del alma y del cuerpo. La súplica recoge la conciencia del mal propia de la fragilidad humana. Si se lee la expresión del Malvado, es decir, el demonio, responde a la tradición evangélica y a la experiencia reflejada en la historia cristiana. El triunfo sobre el demonio es signo del poder mesiánico de Jesús, que expulsaba demonios y mostró claramente que el del diablo es un poder que está detrás del pecado.
Amén es una afirmación de la verdad, no una expresión de deseo; el original hebreo se ha universalizado. No se la puede reemplazar con una hipotética aspiración como cuando se dice así sea. Al finalizar cada oración Amén, la ratifica. Cristo es el Amén de Dios, no sí y no, sino Sí como don de Dios a los hombres.
En este comentario al Padrenuestro he renunciado al análisis de una exégesis histórico-crítica. Me ha importado ofrecer una meditación que eleve el corazón a la relación con el Padre. La versión recogida en el tercer Evangelio subraya la confianza con la que hay que recurrir a una súplica insistente: el Padre no puede negarnos lo que buscamos porque es bueno y no se molesta por nuestra anaídeia o improbitas (Lc 11, 8), nuestra insistencia es propia de hijos pequeños. En esta versión las peticiones son solo cinco: la santificación del Nombre, la venida del Reino, el Pan cotidiano, el perdón de nuestros pecados y no ser entregados a la tentación.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Buenos Aires, miércoles 12 de abril de 2023.
Octava de Pascua.