En 2020 Arthur Brooks publicó un libro que pasó muy desapercibido en España. Se titula Amad a vuestros enemigos y, como puede suponerse, incide en la necesidad de regenerar las relaciones personales y el espacio público, haciendo un esfuerzo por mejorar el trato con las personas con las que uno discrepa.
Según Brooks, el origen del problema de la polarización social no está en la discrepancia con nuestros semejantes, sino en el desprecio que suele mostrarse hacia los argumentos y las personas con las que no se está de acuerdo. Los sesgos que todos tenemos, unidos a la inmediatez, la distancia y el anonimato que facilitan las redes sociales, han creado un espacio social enormemente tóxico.
La Iglesia no es ajena al mundo en el que vive y los malos hábitos también se pegan -como el polvo del camino- a los cristianos. Los sínodos de distintos países, especialmente en Estados Unidos, han mostrado su preocupación por la polarización dentro de la Iglesia. Poco a poco hemos ido llevándonos peor entre nosotros, nos falta comprensión hacia los que tienen formas de hacer o de decir diferentes, creemos que la única forma de solucionar los problemas es la de nuestro grupo, clasificamos a los obispos, sacerdotes o laicos con categorías demasiado mundanas y, sobre todo, ponemos el grito en el cielo ante cualquier cosa con la que no estemos de acuerdo o nos parezca sospechosa.
Podemos aplicarnos la frase de Aristóteles en la Ética a Nicómaco: «Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo».
Es cierto que la Iglesia tiene problemas y algunos de ellos son muy preocupantes. No hay que dejar de señalarlos, pero sabiendo que no lograremos superarlos si no mejoramos el tono de desprecio de nuestro lenguaje, reconocemos las buenas intenciones que puedan tener los que piensan distinto y admitimos también las limitaciones que puedan tener nuestros planteamientos. Al fin y al cabo, los cristianos seguimos a Jesucristo, que nos pidió nada menos que amáramos a nuestros enemigos. ¿Qué nos diría hoy sobre cómo debemos tratar a nuestros propios hermanos?