«No hay dolor que muerte no le consuma». Eso que dice Don Quijote ha venido a hacer contigo la muerte: consumar y consumir todos tus dolores. Porque la capacidad de sufrir es directamente proporcional a la de amar, sólo por eso, tu corazón de niño, tan sabio y tan ingenuo, tan experimentado y tan inocente, tan profundo y tan asombrosamente transparente, fue capaz de padecer tanto sin dimitir de confiar en el hombre, en su grandeza y en sus posibilidades, en su bondad y en su ser capax Dei, en su identidad ultima: la de ser portador de valores eternos.
Es difícil entender que nunca, hasta el último minuto, sintieses la tentación, tan explicable, de arriar la bandera de una confianza tozuda y empapada de benignidad. Es difícil, sí, porque hubiste de moverte, casi siempre, en medio de un oscuro torbellino de mezquindades, que pretendió embarrarte con su amasijo de prejuicios, envidias, maquinaciones, desprecios y ninguneos. Y ante ese vendaval siniestro y deprimente, ¡qué clara tu voz!, ¡qué constante tu sonrisa!, ¡qué invencible tu propensión al diálogo!, ¡qué anchuroso tu perdón! Voz y sonrisa, diálogo y perdón, caballerosos, maduros, sinceros, en los antípodas de ese buenismo estólido al uso, hijo de la dictadura del relativismo que denunciaste incansable, proféticamente.
Por encima de cualquier otro, tu legado es la libertad, de la que dijo aquel caballero andante de todas las Españas que «es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar». Qué pródigos fueron los cielos en regalar tal don a aquel niño tímido y responsable que creció en una familia ¡tan buena! de la Baviera católica en años alemanes de triste recordación.
Tú has sido, sobre todo, un hombre libre. Y, por eso, un cooperator veritatis. Con el mundo, al decir de Teresa de Jesús, «debajo de los pies».
Un hombre libre. Y, por eso, un verdadero señor, metafísicamente escéptico ante ese grado ínfimo de la verdad que es la opinión.
Un hombre libre. Y, por eso, moderno: un hombre para todas las épocas, precisamente por no haberte plegado burdamente a las modas cayendo en esa vulgaridad histriónica que es el efímero corolario de mil y una visiones antropológicas de quita y pon.
Un hombre libre. Y por eso, un amante de la excelencia y un cultor de lo trascendente en cualquier manifestación de la belleza, de la bondad, de la unidad, de la verdad.
Un hombre libre. Y, por eso, desasido de todo y, más que de nada, de sí mismo: de su sabiduría oceánica, de su obra colosal.
Un hombre libre, que, como el Caballero de la Triste Figura, supiste siempre que «por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida».
¿Tecleaban burdos tópicos sobre tu ejecutoria los juntaletras, lacayos del mismo amo innombrable? ¿Servía tu nombre para entretener los ocios de mentideros eclesiásticos cabe los cuales es piadoso el axioma homo homini lupus? ¿Intentaban, unos y otros, - era la hora de los enanos -empequeñecer tu figura? Tu figura blanca, tu nombre claro, tu ejecutoria impoluta, se tornaban cada día más grandiosos, precisamente por tu propio empeño de borrarte y desaparecer. Una psicología tributaria del triste apriorismo del pensamiento débil, se entretiene, incapaz de más, hablando de zapatos rojos, terciopelos y latines. Pero mientras los adversarios, declarados o untuosos, se enredan en sus eternas hablillas, esclavas de particularismos episódicos, el hombre cabal, de alma íntegra y noble, sigue adelante, «a lo suyo»: proclamar una verdad más alta, enseñar una libertad más amplia, ofrecer una sonrisa más limpia, señalar un destino más puro. Destino, sonrisa, libertad y verdad de los que fuiste víctima. Te hiciste a un lado por el bien de la Iglesia, nos dijiste. Cuánto misterio en aquellas palabras... Nunca llegaremos a descifrarlo. ¿Qué más da? Poco importa ya.
Díez años después, sólo importaban tus manos cruzadas sosteniendo un rosario. Al contemplarlas, amarillas, aguzadas, yertas, un ramalazo gélido me resfrió el alma. Un día esas manos estrecharon las mías mientras, mirándome profundamente a los ojos, me dijiste, para mi confusión: «Gracias por tu trabajo». Mirando esas manos pensé en su laboreo imponente: miles de horas escribiendo sobre Jesús, tu amado Jesús; sobre el misterio inexplicable de su Esposa la Iglesia, casta meretrix; sobre la belleza de la liturgia, opus Dei superviviente perpetuo a destrozos de laboratorios terrenos. Mirando esas manos evoqué las incontables bendiciones y caricias que derrocharon durante ocho años de un pontificado ¡tan fecundo!, que ilusionó a los sacerdotes, sobre todo jóvenes, animándonos siempre, sin reproches en tu voz. Mirando esas manos te recordé alzando la Hostia Santa cuando celebrabas, con unción enamorada, el sacrificio eucarístico, enseñando con tu ejemplo el elegante y humilde ars celebrandi que quisiste repristinar. Mirando esas manos me vinieron a los oídos del alma las cadencias, serenantes y profundas, de tu querido Mozart, al que hacías hablar en el piano. Mirando esas manos casi llegué a percibir el tacto algodonoso del gatito querendón que buscaba grato y dócil tus arrullos.
No fui a Roma a despedirte. Había demasiadas brumas... Además, contigo no rezaba para mí la valedictio: nunca te diré adiós. El hombre, el mundo, la Iglesia, no podrán decírtelo jamás. Los años y los siglos irán recuperando, redescubriendo, reivindicando tu palabra, tu mansedumbre, tu firme suavidad llevando el timón de la navicella. Y, como siempre, al ritmo extraño y mistérico del Creador de las cosas, desconcertante para nosotros, todo se pondrá en su sitio. Entanto, tú seguirás señalándonos la luz y la verdad. Y, como al comienzo de la Misa de siempre, que tú nos rescataste, nos dirás de esa Verdad y de esa Luz: Ipsa me deduxerunt in montem sanctum!