He leído con azoramiento unas afirmaciones lanzadas en Roma. Digo que la lectura me dejó azorado porque el sobresalto también infundió ánimo para analizar aquellos dichos que no se referían a sucesos ocurridos en otro planeta, sino en la extensión universal de la Iglesia Católica. El tema era la liturgia.
Señalo en primer lugar una expresión correcta: «hay que impregnarse del espíritu de la liturgia, sentir su misterio con asombro siempre nuevo». Me permito, con todo, proponer una puntualización. La frase es aceptable si se excluye de la aprobación todo invento de extravagancias seudolitúrgicas que pueden causar admiración. Además, sentir el misterio es posible en la adoración, cuando todo nuestro ser se orienta y se eleva hacia Dios; es un sentido espiritual, -místico - digamos. En los dichos que comento se afirma que «no es una cuestión de ritos, el misterio de Cristo». Para aclarar la afirmación se podría explicar que el Misterio ha de ser percibido y participado en el rito; no se debe oponer rito a Misterio. La cuestión -clave en la organización, en la orientación de la liturgia- es que en el rito pueda discernirse el Misterio, que sea realizado objetivamente como gesto de adoración.
El Apóstol Pablo recordó a los Corintios respecto de la Eucaristía: «Cada vez que comen este pan y beben esta copa, anuncian la muerte del Señor hasta que Él vuelva» (1 Cor 11, 26). La cuestión es que el rito exprese cabalmente al misterio, y para eso que se lo celebre exactamente, tratándose de algo tan serio como la muerte del Señor, con la disposición debida; lo contrario es celebrarlo indignamente, anaxíos. De ello hay que rendir cuentas, de no haber discernido el misterio del Cuerpo del Señor, de la realidad de la muerte de Cristo. Desde entonces eso es lo más serio que un cristiano puede hacer. Me parece que la advertencia paulina puede aplicarse a la necesidad de que las disposiciones respeten la misteriosa realidad que en el rito se hace presente. Esto significa que no hay nada que inventar para «sentirse» mejor, para expresarse en esa circunstancia. Lo necesario es que el rito se verifique con exactitud; entonces la conciencia de su contenido es asombro siempre nuevo ante lo mismo. La educación litúrgica es educación del sentir en la Adoración del Misterio que se devela en el rito, en el sacramentum. La misa es un sacrificio sacramental, y el sacerdote, que hace las veces de Cristo, es el sacrificador; en el rito sacramental de la misa se actualiza el misterio de la redención.
Las declaraciones que dan lugar a mi comentario expresan como una tentación el peligro del formalismo litúrgico, de «volver a las formalidades que postulan aquellos que niegan el Concilio Vaticano II». No voy a negar que existen grupos que representan esa posición, pero son ciertamente minoritarios; lo que ocurre mayoritariamente, ut in pluribus, es todo lo contrario. Es la devastación universal de la Sagrada Liturgia, de la que han desaparecido la exactitud, la solemnidad y la belleza, una de las mayores tragedias de la Iglesia en nuestros días. El duro término devastación lo empleó el entonces Cardenal Ratzinger en su prólogo al libro del insigne liturgista Klaus Gamber «La reforma litúrgica». En este texto, el futuro Benedicto XVI observa que es necesario hacer una «reforma de la reforma». Es el colmo que, después de tanto tiempo de incertidumbre y abusos, se insista descalificando como «formalismo» el cuidado por la exactitud de los ritos. Del Concilio ni se acuerdan quienes pretenden una liturgia vital y alegre, que sea culto de ellos mismos más que culto de Dios. Resulta asombrosa la ignorancia histórica y teológica de quienes desprecian las formas, descalificándolas como formalismo. El Vaticano II prescribía en la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia: «Que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie nada por iniciativa propia en la liturgia». No faltan progresistas que sostienen que ese texto conciliar es «conservador», y por lo tanto tiene un valor menor.
El peligro, entonces, o más que peligro, la realidad de una praxis antilitúrgica, es que cada uno de los celebrantes pretenda que la celebración sea «viva» y «alegre» a expensas de la forma, del rito. Causa desazón que la Santa Sede no intervenga para hacer cesar la devastación de la liturgia del Rito Romano, que ya no es ni romano, ni rito.
Las declaraciones que critico con plena conciencia lamentan el apego al formalismo litúrgico, ¿a quién se referirán? Como ya lo he señalado, pero quisiera vocearlo a los cuatro vientos, el drama es la devastación de la liturgia, que tiene ya larga vigencia. La cuestión de fondo es la incomprensión de lo que implica el culto de Dios y las exigencias intrínsecas de la sacralidad. Hay obispos -me consta desde hace tiempo- que opinan que ya no existe distinción entre sagrado y profano. Hasta un hombre primitivo se escandalizaría de semejante afirmación. La historia de las culturas muestra que en todas ellas siempre existió una dimensión sagrada, el trato con «los dioses» mediante formas prescritas que es necesario observar siempre. Aun en la sociedad laicista o atea existen costumbres rituales de la vida pública.
Muchísimos fieles aspiran a integrarse en el culto divino participando de la celebración que se cumple en la Iglesia; no van a ella para sentirse feliz o mejor, sino para comunicarse con el Misterio Divino. La ideología progresista postula la abolición del rito, de la ritualidad en la relación con Dios; es el resultado del «giro antropológico», die antropologische Wende de Karl Rahner; se subraya no el acceso, la subida, del hombre a la comunicación con Dios, sino el uso de Dios para la felicidad del hombre.
Resulta increíble que se piense y se diga que el peligro está en la presión y la observancia de las formas rituales; el peligro –o la triste realidad- está más bien en todo lo contrario. Es verdad que hay grupos que se alejan de la Iglesia, del relativismo y la secularización que le invaden; buscan en la divina liturgia de la Iglesia Ortodoxa, o en los ritos orientales de la Iglesia Católica, lo que ya no encuentran en el rito en el que han sido bautizados. El motu proprio del 16 de julio de 2021 Traditionis custodes fue un lamentable retroceso que suprimió la Forma Extraordinaria del Rito Romano, habilitado en 2007 por Benedicto XVI mediante su motu proprio Summorum Pontificum.
En este lejano rincón del hemisferio sur que es la Argentina existen muestras clarísimas de las posibilidades inventivas que adoptan quienes desprecian los «formalismos» del Ordo Missae vigente desde 1970, obra de Pablo VI. Evoco tres casos: un obispo celebrando en la playa, sin ornamentos, salvo una estola calzada sobre el hábito playero y empleando un mate en lugar del cáliz; una misa al cabo de una reunión, sobre la mesa en la que restaban vasos, papeles y otros elementos alitúrgicos, y en la cual los asistentes se servirían la eucaristía; y recentísimamente, en una diócesis del interior del país, un sacerdote celebró disfrazado de payaso. Se dirá que son casos extremos, y es verdad, pero esos cuadros se inscriben en un contexto bastante extendido de banalización. Ya no hay Misa, y mucho menos el Santo Sacrificio de la Misa, sino un encuentro de amigos del que el celebrante es el animador. La liturgia ya no es el medio especial del encuentro con Dios. Una palabra sobre la música no se puede omitir. El uso generalizado de la guitarra -castigada, no ejecutada como la cítara- provoca el uso de cantos de dudosa factura musical y de letras sentimentales o que invitan moralísticamente a la acción. No son medios aptos para la adoración y para elevar las almas a la contemplación. Platón, en su Politeia subrayaba el valor educativo de la música; en la gran Tradición eclesial, tanto el canto gregoriano como la polifonía sagrada, como en el digno canto religioso popular, se educaba al pueblo cristiano en la oración y la vida según el Espíritu.
La crítica que aquí expongo tiene apoyos indiscutibles. Juan Pablo II en la carta apostólica Ecclesia de Eucharistia, escribió en 2003: «Una cierta reacción al «formalismo» ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las «formas» adoptadas por la gran tradición de la Iglesia y su magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes…». Y concretamente señala: «Ya que privado el misterio eucarístico de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado que el de un encuentro convivial fraterno» (nº 10).
Benedicto XVI, cuyas obras completas incluyen un tomo voluminoso sobre los estudios litúrgicos, ha señalado y urgido «a una aplicación más correcta del Concilio Vaticano II en la liturgia para devolverle su carácter sagrado… Hay que trabajar con el Evangelio en la mano, y apoyándonos en la verdadera Tradición de los Apóstoles. Resulta extraño, o más bien escandaloso, que hoy día se diga todo lo contrario. La Iglesia subsiste, o cae, con su liturgia.
Las declaraciones que he comentado agravan la grieta abierta por el progresismo en la época del Concilio, y toman partido en el sentido contrario a la Tradición eclesial. Esta última es válida más allá de toda discusión y de todo cambio epocal, y es obligación y oficio de la autoridad eclesial vindicarla y sostenerla contra la introducción de novedades abusivas.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, lunes 5 de septiembre de 2022.
Memoria de Santa Teresa de Calcuta.-