Uno de los signos del radical cambio de paradigma social representado por el proyecto constitucional es el derecho al aborto libre, sin establecer límites de tiempo ni causales.
El Artículo 16 dice: «Todas las personas son titulares de derechos sexuales y derechos reproductivos… El Estado garantiza el ejercicio» estos derechos, entre ellos la «interrupción voluntaria del embarazo». «Asimismo, garantiza su ejercicio libre de violencias y de interferencias por parte de terceros, ya sean individuos o instituciones».
Habrá divergencia de interpretación, pero todos coinciden en que el proyecto establece que el aborto es un derecho y que el Estado debe asegurarlo.
A raíz del «derecho al aborto», los obispos dicen que «pone un obstáculo insalvable para que muchos ciudadanos den su aprobación a la Constitución» (16.03.22).
También San Juan Pablo II dijo: «El aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. (…) En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícitosometerse a ella, ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, nidarle el sufragio del propio voto» (EV 73).
Para todos quienes reconocemos la existencia de una persona, de una vida humana, desde el instante de la concepción de un niño, es imposible aprobar un texto jurídico que autorice el aborto y lo establezca como un derecho, pues es aprobar un crimen abominable (Vaticano II, Gaudium et spes, 51).
Quienes estamos por la promoción de la mujer según el plan de Dios, la defensa de sus legítimos derechos y el rechazo a toda injusta discriminación no podemos sino estar a favor del niño por nacer, el más débil, indefenso e inocente de la sociedad.
Proyecto Constitucional y nuevo paradigma social
El proyecto constitucional significa en gran medida una ruptura con la institucionalidad de Chile, sobre todo en la plurinacionalidad y Autonomías Territoriales, la nueva estructura del Poder Judicial y la eliminación del Senado, entre otras cosas.
Pero más importante que lo anterior, es la pretensión de romper definitivamente con los principios cristianos que han modelado, más o menos, nuestra vida social y política. El paradigma basal aceptado por todos hasta hace unos años, aunque fuera tácitamente, era una comprensión cristiana de la persona, del matrimonio, de la familia y de la sociedad.
Es verdad que de un tiempo a esta parte, la común cosmovisión cristiana de los habitantes de Chile ha ido sufriendo un menoscabo cada vez más acelerado y evidente. En este sentido, las ideas reflejadas en el proyecto constitucional no son nuevas y, por ello, no sorprenden. No surgen de la nada.
Lo sorprendente, quizá, ha sido lo repentino, lo rápido y lo radicalizado del cambio propuesto por el proyecto constitucional.
En el tiempo que duró la redacción del texto, se percibió una clara animadversión de muchos convencionales hacia la religión cristiana. Recordemos que, mientras se permitieron expresiones religiosas no cristianas en el contexto de la Convención, se impidió explícitamente cualquier manifestación oficial de fe en Cristo.
Aquí no se trata sólo de si se salvaguarda o no la libertad religiosa –que por lo demás no está suficientemente asegurada en el proyecto-, sino si se reconoce, se respeta y se promueve una cultura de raigambre cristiana. Mi parecer es que la propuesta constitucional pretende arrancar de raíz toda referencia cristiana y enraizar una cultura no cristiana. Esta es la radicalidad del cambio.
La persona, el matrimonio, la familia y la vida social dejan de ser lo que realmente son: el fruto del amor de Dios, que ha de ser vivido y ha de crecer según su verdad, su bondad y su belleza, en una relación de justicia y paz con todos y con todo.
La Constitución, la subsidiaridad y el estatismo
En el proyecto constitucional hay un concepto de Estado que va a afectar la vida de los chilenos y a las instituciones que le son más vitales, como son, entre otras, la familia y los establecimientos educacionales.
Están en juego dos conceptos de Estado: estatista o subsidiario. El Diccionario define el estatismo como la «preeminencia del Estado en la actividad social, económica o cultural». Una lectura objetiva del texto evidencia ser un proyecto de constitución estatista. El Estado asume el protagonismo en todos los aspectos de la vida social, incluso prevaleciendo sobre decisiones privativas de las personas.
No hay que olvidar que «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana»(Catecismo de la Iglesia Católica Nº1881). Pero «una intervención demasiado fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la Iglesia ha elaborado el principio llamado de subsidiaridad. Según éste, una estructura social de orden superior (en este caso, el Estado) no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con los demás componentes sociales, con miras al bien común»(Nº 1883).
La devaluación del principio de la subsidiaridad conduce al estatismo y a una concepción individualista de la persona. «Hay una tendencia a una reivindicación siempre más amplia de derechos individuales, pero que esconde una concepción de la persona humana desligada de todo contexto social y antropológico». Pareciera que en el proyecto constitucional el individuo está solo y aislado, referido únicamente a sí mismo y al Estado.
Se devalúa la dimensión social de la persona, sobre todo la esencial e intrínseca dependencia de los esposos entre sí en la institución natural del matrimonio y de ellos con los hijos en la familia.
Mons. Francisco Javier Stegmeier
Obispo de Villarrica
Publicado originalmente en la web de la diócesis de Vilarrica