Queridos Hermanos y amigos: Paz y Bien.
Se cumplen en estos setenta años de la invasión de Varsovia por el ejército alemán nazista, dando comienzo la Segunda Guerra Mundial: aquel terrible despropósito que sembró de muerte, dolor y destrucción no sólo Polonia, sino casi toda Europa, en una de las gestas bárbaras más crueles de la historia de la humanidad.
Acompañando a los diocesanos oscenses precisamente en estos días por las tierras polacas, hemos recorrido la peregrinación cristiana siguiendo el precioso testimonio del amado Juan Pablo II, hijo de esta noble patria eslava. Hemos hecho una parada obligada en el campo de concentración de Auschwitz. No era fácil recalar en ese lugar que el Papa Wojtyla llegó a comparar con la antesala del infierno, porque difícilmente se pueden dar tantas inhumanidades juntas puestas todas ellas al servicio del mal, de un mal casi infinito. Era sobrecogedor estar allí, respirar ese aire, flanquear esos edificios de ladrillo, merodear las alambradas de la muerte, los paredones de fusilamiento, las celdas de castigo letal, las cámaras de gas, los hornos crematorios…
Sin una puesta en escena macabra, bastaba ver las fotografías, los documentos en alemán, los utensilios varios como herramientas, gafas, maletas, ropa, guedejas de mujer cuyas trenzas no alcanzaron a ver las canas. Pero particularmente me golpeó el alma una vitrina en la que junto a unas ropitas y juguetes infantiles, se colocaron un sinfín de zapatos de niños y niñas. Todos ellos fueron gaseados en la sala que a continuación estuvimos viendo en un profundo silencio. ¿Qué hicieron esos pequeños para merecer semejante y tan prematuro final?
Aquellos zapatitos no lograron calzar más unos pies que luego seguirían creciendo porque no corretearon más los senderos de la vida. ¿Qué caminos les fueron censurados? ¿Qué talentos les fueron de ese modo truncados? ¿Qué plan de Dios sobre cada uno de ellos fue así malogrado? La palabra última que el Señor se reserva, palabra infinita de amor que viene después de todas nuestras finitas palabras de torpeza fatal, tiene la respuesta a nuestras preguntas, aunque ahora todavía no nos es dada.
Pero, lógicamente, nos preguntamos sin cinismo y sin blasfemia, ¿dónde estaba Dios entonces? En aquel lugar donde todos fueron víctimas (unos de sí mismos, otros del sinsentido ajeno), y algunos fueron mártires también, se me concedió una gracia especial. Estábamos en uno de los bloques, cuando comenzó a llover torrencialmente. No pudiendo salir de allí, el guía siguió mostrando otros paneles en la planta superior. Yo bajé de nuevo al sótano, solo, al pasillo de la muerte. Allí estaba la celda 18, abierta con una verja. En ese lugar fue martirizado el franciscano San Maximiliano Kolbe. Hubo alguien que no quitaba la vida, sino que la donaba. Así hizo Jesucristo, así hizo este hijo de San Francisco. Dios estaba allí, en quienes se cuela el germen de un mundo como lo quiso su Creador, mientras que la siembra del terror, la injusticia y la muerte terminan por dejar espacio al nuevo amanecer que del Señor siempre emerge.
Aquella guerra terminó. Hoy tenemos otras, y un sinfín de cauces malditos en los que de nuevo se atenta contra la vida más inocente en todas sus formas. Quiera el Señor encontrarnos de su parte, como defensores de la vida del no nacido, del que pena para sobrevivir y del que termina su periplo natural. Porque la única memoria histórica creíble es la que aprende de los horrores propios y ajenos, y no desentierra viejos rencores que propician nuevos errores. El Padre Kolbe dio la vida, como el trigo que cae en tierra: hasta dar mucho fruto. Es la esperanza con la que Dios hace nuevas las cosas.
Recibid mi afecto y mi bendición
+ Jesús Sanz Montes, ofm, obispo de Huesca y de Jaca