Hace un tiempo me encontré con Roberto, un buen amigo de la infancia. Me habló entusiasmado de su ascenso en el trabajo, de la mudanza, de sus altibajos con el running, etc. Durante la conversación, mi memoria conectó con un acontecimiento del pasado y, abriendo una brecha espacio-temporal, me trasladé a la primavera de 2017.
Roberto tenía 28 años recién cumplidos cuando envió al grupo de antiguos alumnos del colegio el siguiente mensaje: «¡Que me caso con la Vero!». Un aluvión de emojis de felicitación inundó el wasap. Sin embargo, terminado el primer tiempo de alegría, comenzó la segunda mitad del partido, donde el jolgorio inicial fue sustituido por un frío escepticismo respecto al compromiso.
Las embestidas llegaron por sorpresa, cuando se juntaron a tomar unas cervezas en casa de Roberto. Primero fue el matemático de la pandilla: «Los números no fallan; la gente ya no se casa. Si no, busca en internet y compruébalo tú mismo». El sociólogo puso en duda la existencia de un auténtico compromiso: «¿Fidelidad? y, ¿para toda la vida? ¡Imposible! Yo llevo dos años viviendo con mi novia, pero si las cosas se tuercen, pues… cada uno por su lado. ¿Cómo puedes prever el éxito en tu relación?» Y el que siempre fue más tacaño que tío Gilito suelta: «¿Una boda? ¿Con la que está cayendo? Dudo que puedas cubrir los gastos…» La cara de Roberto era un poema. «¿No se suponía que todo esto iba sobre el amor…?»
Los comentarios manifestaban el desgaste que tiene el prestigio del matrimonio en nuestra generación. ¿Da igual que lo dejemos caer o estamos echando por la borda un tesoro importante que han custodiado generaciones durante siglos de civilización?
Roberto me llamó después de ese encuentro y me dijo que su idea del matrimonio era la que habían vivido sus padres pero, que se había quedado corto de argumentos para defenderlo ante sus amigos. Roberto se crió en una familia humilde: su padre agricultor, su madre limpiadora. Ambos trabajaron a destajo para dar un buen futuro a sus hijos. Hoy, ya jubilados, pasean de la mano todas las tardes por el parque cercano a su casa, algo parecido a los cinco primeros minutos de la película Up. Roberto valoraba mucho ese ejemplo y aspiraba a vivir con la Vero algo similar.
En primer lugar, hablamos sobre el matrimonio natural. Todas las culturas, en la medida que se desarrollan un poco, se han preocupado de reconocer la institución del matrimonio o algo similar. Por ejemplo, el Derecho Romano lo definió como «la unión de hombre y mujer en pleno consorcio de su vida» y protegió los derechos de la mujer y de los niños. El matrimonio natural «viene de fábrica» para nuestra especie: corresponde al designio original de Dios para el hombre y la mujer, a quienes, tras bendecirlos, les dijo: «creced, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla» (Gn 1, 28).
Pasado el tiempo he ido conociendo argumentos mejores. Pero, si salimos del paso en esa ocasión, se debió sobre todo a la ilusión y al verdadero amor que irradiaban Roberto y la Vero. Ahora las circunstancias han cambiado. Por mis actuales estudios de Teología he podido profundizar mucho más en el significado del matrimonio y comprender mejor aquello que intuíamos.
Jesucristo reveló el significado pleno que tiene el matrimonio: obró su primer milagro durante una boda y enseñó que el matrimonio es un vínculo único, fecundo, que constituye un camino de santidad. Así, lo elevó al rango de sacramento (Mt 19, 3-9). En definitiva, en el matrimonio los esposos no entregan solo parte de su tiempo o de su patrimonio, sino que se donan ellos mismos, libre y completamente, por amor, uniéndose de forma única: «y serán los dos una sola carne» (Mc 10, 8).
En cuanto a lo que decían los amigos de Roberto, que me parece exponían el sentir de la sociedad, me gustaría también ofrecerles ahora una respuesta. Es cierto que las estadísticas de éxito matrimonial no son muy alentadoras, pero eso no puede determinar nuestras decisiones. Nos emociona el riesgo, liberar adrenalina en momentos puntuales, pero nos asustamos ante un compromiso de pasar del «te quiero» al «sí, quiero». Pensamos en el matrimonio y nos tiemblan las piernas, sin entender que precisamente ese nerviosismo es señal de que estamos llamados a tener una vida épica y no solo una vida cómoda. Con problemas, discusiones, tropiezos… sí, por descontado. Pero es precisamente ahí donde se forja el héroe y encuentra el propósito de su existencia: darse por completo a la persona amada. La fidelidad no es una posibilidad más o menos alcanzable, sino la garantía de que el camino emprendido tiene visos de epopeya memorable. En cuanto a que casarse es caro, que mejor responda Roberto:
Después de hora y pico de recuerdos y un par de cervezas en el encuentro que mencionaba al principio de este artículo, Roberto miró su reloj, puso cara de circunstancias y me dijo: «Lo siento pero debo irme. La Vero y los niños deben estar a punto de llegar a casa. Y, ¡hoy es nuestro aniversario de boda y quiero darle una sorpresa!». Me enseñó una elegante bolsa que contenía una caja pequeña, roja, anudada con un lazo. «Las alianzas de nuestra boda nos las prestaron mis padres y, por fin, he podido ahorrar para comprar unas en condiciones. ¡Ya verás qué contenta se va a poner !» Y, despidiéndonos con un abrazo, me alegré por Roberto y por todos aquellos que se atreven a disfrutar de la aventura del matrimonio.