El concepto de pecado es uno de los más importantes, y es omnipresente, en la revelación bíblica. Prescindiendo de él no se puede, en el Antiguo Testamento, comprender la justicia y la misericordia de Dios, el Dios de Israel y su acción en la trayectoria histórica del pueblo elegido, y en la relación de éste con las naciones circundantes. En el Nuevo, no se podría reconocer la redención obrada por Nuestro Señor Jesucristo, mediante su misterio pascual y la grandeza de su amor; Él es, como lo proclamó el Bautista, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Actualmente, en la Iglesia Católica, prácticamente no se habla del pecado. Nos hemos cansado de oír que antaño ella abrumó a los fieles «viendo pecados por todas partes». Esta afirmación, así dicha, es falsa; probablemente se puede conceder que tal tendencia exagerada, extremosa, alcanzó cierta vigencia circunscrita a algunos lugares y períodos. De un modo particular, en la Iglesia postconciliar (y ya ha pasado más de medio siglo de la clausura del Vaticano II) no se ha instruido a los fieles acerca del sentido y la actualización del sexto mandamiento de la Torá hebrea, asumido y profundizado por Jesús en el Sermón de la Montaña (cf. Mt. 5, 27-32); y retomado en los escritos apostólicos, sobre todo en las Cartas de San Pablo (como lo expondremos más adelante). Se tiende hoy a disculpar esa falta, con una benevolencia suicida, que agrada a una cultura inmoral; la cual, por cierto, afecta seriamente a la formación de los jóvenes cristianos. En cambio, se magnifican los pecados contra la justicia, los derechos humanos o el cuidado de la tierra y del medio ambiente; los cuales en verdad no deben ser ignorados. Este desequilibrio contradice a la gran Tradición eclesial.
Porque efectivamente, existe una Tradición católica indudable, fundada en la Sagrada Escritura, esbozada por los Padres de la Iglesia y después expuesta por los grandes teólogos. Y que, a la vez, se emplea por el Magisterio, cuando la situación histórica lo hace necesario. Si no se reconoce el pecado como una realidad siniestra, que hunde sus raíces en la libertad pervertida del hombre, es imposible comprender la obra redentora del Señor, y recibir con alegría su misericordioso perdón. Aludí anteriormente al reduccionismo tan de moda, que limita el comportamiento desordenado al orden social. Aun en estos casos el acento se pone en el daño objetivo que es causado, y se descuida atender al desmedro subjetivo del pecador, a saber, la injusticia en la mente y en el corazón del mismo, y en la herida infligida a la caridad, la agápē, valor central de la moral cristiana. En algunas ocasiones se entromete la ideología en sus diversas variantes; no se puede negar el hecho de la ideologización de la moral cristiana, que ha alterado la vida eclesial en el período del posconcilio.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica ampliamente la realidad del pecado como rebelión contra Dios en los casos de plena voluntariedad, o por la fragilidad de la libertad asediada por la concupiscencia; no se deben descartar los pecados de malicia, la cual se afinca en el espíritu. Cito un párrafo de esa obra ofrecida por San Juan Pablo II, como servicio a toda la Iglesia: «El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para procurar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre el hombre y sobre la historia» (CIC, 386). En este mismo sentido, la Iglesia llama al pecado mysterium iniquitatis. Siempre recuerdo aquella afirmación de Jean Paul Sartre: «Si Dios no existe, todo está permitido». Se entiende que el ateísmo contemporáneo carezca de una dimensión moral, a no ser su variante estoica e inmanentista.
Me parece oportuno, ya que he indicado que grandes teólogos expusieron acerca del pecado en la Tradición de la Iglesia, reunir unos pocos datos de la clásica postura de Santo Tomás de Aquino. En su magnífica elaboración moral de la Primera Sección de la Segunda Parte de la Suma Teológica (la Prima Secundae), dedica al tema del pecado en una consideración general, las cuestiones 71-89. Enseña que el pecado es un desorden, es decir, que se opone al ordo rationis, el orden de la razón. En este sentido, se puede afirmar que todo pecado es contra naturam, contrario a la naturaleza racional del hombre, siguiendo a San Agustín, define: «El pecado es un dicho o un hecho contra la ley eterna» (I-II, 71, 6); en el artículo 5 de esa misma cuestión recuerda que existen también los pecados de omisión. Hay diversas especies de pecado, que pueden dirigirse contra Dios, contra sí mismo y contra el prójimo (I-II, 72,4). Un aspecto que interesa destacar es que, según el Aquinate, los pecados espirituales son de suyo culpas más graves que los pecados de la carne; estos últimos se consuman en el deleite del apetito carnal, propio del cuerpo y cometidos por el impulso vehemente de la concupiscencia. Los pecados espirituales se verifican en el ámbito del espíritu, el cual puede convertirse a Dios o apartarse de Él; en ese ámbito se da un ejercicio más puro y racional de la libertad. En la Segunda Sección de la Segunda Parte de la Suma Teológica (II-II, cuestiones 153 y 154), Tomás expone acerca del pecado de lujuria, las diversas especies del desorden sexual; en 154, artículo 12, enseña que el pecado contra naturam (homosexualidad) es el máximo entre las especies de las faltas sexuales.
Basta esta breve síntesis doctrinal, especulativa, como introducción a un examen -que por supuesto no puede ser exhaustivo- de la enseñanza del Apóstol San Pablo, quien observaba cómo los vicios paganos se replicaban en las comunidades cristianas. Advertía también que carne y espíritu se combinaban en el desorden de la sexualidad; esto implica una insensatez contraria a la sabiduría. Rodeados por una cultura pagana, los bautizados procedentes del mundo no judío sufrían un verdadero asedio, que amenazaba su integridad espiritual en el seguimiento de Cristo, la sequela Christi. Hasta dónde, hasta qué extremos ha podido llegar este fenómeno, se advierte en 1 Cor 5, 1 ss. Corinto es una ciudad rica, puerto de gran actividad, e intercambio de poblaciones. Se comprende entonces el reproche del Apóstol: Entre ustedes, según se oye decir, reina la fornicación, y tal como ni entre los paganos se da, «hasta llegar uno a tomar la mujer de su padre». Indignado, señala también la indiferencia de la comunidad ante este pecado, la cual procede de la «inflación» de la soberbia. Independientemente de este caso singular, la analogía entre lo que ocurría en la comunidad corintia, y lo que ocurre en el mundo de hoy, cuando avanza la tercera década del siglo XXI, es impresionante. Lo más grave resulta -me parece- el silencio de la autoridad de la Iglesia, que se atiene a lo «culturalmente correcto». Los fieles quedan, entonces, desamparados. Causa una enorme tristeza reconocer que nuestros hermanos cristianos evangélicos tienen, en general, absoluta claridad sobre estos asuntos. Ellos sí hablan, predican, advirtiendo sobre los desórdenes de la sociedad descristianizada de nuestros días. El silencio, la negativa a juzgar lo que créve les yeux, equivale a una complicidad con el pecado.
La postura aquí indicada -estoy seguro de que es la que corresponde-, no excluye el amor a todos, al contrario, es ese amor (la agápē) el que inspira la inquietud de que absolutamente todos tengan acceso a la verdad, que les habilite para orientar su vida y llegar a Dios o permanecer en él.
La Carta a los Romanos, extensa y de especial complejidad teológica, es una obra admirable de San Pablo. El primer capítulo analiza la situación de los paganos respecto del conocimiento de Dios que ellos han alcanzado, y las consecuencias que se siguen en sus vidas. Leemos: «La ira de Dios (orgē) se revela contra la impiedad (asebeian) y la injusticia (adikian) de los hombres, que por su injusticia retienen prisionera (katechontōn) a la verdad» (Rom. 1, 18). Puede formular este juicio porque afirma, a continuación, el conocimiento natural de Dios que puede alcanzarse a través de la consideración de las cosas creadas. Los paganos poseyeron ese conocimiento, pero lo han desechado, entregándose a la idolatría, adorando a las criaturas en lugar de glorificar al Creador; por eso el Apóstol los estima como inexcusables (anapologētous, Rom 1, 20); apología -la misma raíz- significa «justificación», «defensa». Son indefendibles. La consecuencia es que siguieron el extravío y la oscuridad de una mente insensata; el texto emplea un verbo relacionado con el sustantivo mataióstés, vanidad, es decir se envanecieron; se creyeron sabios (sophoi), y en realidad se «entontecieron» (emōranthēsan); mórós equivale a tonto, insensato, loco, (1, 22). Lo que se oscureció en ellos -continúa Pablo- fue su corazón, que se hizo imprudente sin sentido (asynetos kardía); hoy diríamos «su personalidad». Lo que viene es particularmente significativo: Dios los abandonó a sus deseos o concupiscencias, los «entregó» (paredōken, 1, 24 y 1, 26), es decir, no intervino para impedir el ejercicio de su libertad pervertida. Afirma, también, que ellos cambiaron (metēllaxan, 1, 26) la verdad por la mentira. Notemos que «verdad» se dice en griego alétheia, o sea de-velación; como quitarse la venda de los ojos para que estos se inunden de luz. El texto de la epístola continúa describiendo los vicios sexuales, mujeres y varones contra la naturaleza, paráphysin 1, 26 y 27; abandonaron el «uso» natural y honesto (physikēn chrēsin). Se condena el lesbianismo y la sodomía. Me interesa señalar que en este segundo caso no se emplea, como en otros lugares paulinos, el término arsenokóitai (varones que tienen coito con varones), en su lugar se dice que «cometieron la torpeza», arsenes en arsesin, varones con varones. Pablo insiste en afirmar que Dios entregó (otra vez en 1, 28, paredōken, en el sentido ya explicado) a los paganos a su mente depravada (adokimon noun; nous significa «inteligencia», «pensamiento»; son los «ojos del espíritu»). El terrible alegato concluye caracterizando los paganos con una lista de comportamientos desordenados y vicios de los que «están llenos» (pepleroménous); es algo así como el pléroma del pecado: toda clase de injusticia (pase adikía, Diké es la justicia), fornicación (porneía), perversidad, o bajeza, pleonexía que en el griego bíblico significa también «avaricia», «amor al dinero», maldad (kakía), llenos de envidia (phthónos), homicidio (phónos), disputa (éridos), dolo, o engaño (dólos), maldad (otro término: kakoethéias) y continúa la serie; omito, para abreviar, los términos originales del texto griego: son detractores, enemigos de Dios, insolentes, arrogantes, vanidosos, hábiles para el mal, rebeldes con sus padres, insensatos, desleales, insensibles, despiadados (estos calificativos pueden aludir al orgullo y al egoísmo). «A pesar de que conocen el decreto de Dios, que declara dignos de muerte a los que hacen estas cosas, no sólo las practican, sino que también aprueban a los que las hacen» (Rom. 1,32).
Dejo a la iniciativa de los lectores el buscar -si les parece bien- analogías en las orientaciones de la sociedad en la que vivimos.
La Requisitoria Paulina se encuentra también en otros escritos del «Apóstol de los gentiles», empeñado en el anuncio del Evangelio a los no judíos. Ya he citado la Primera Carta a los Corintios; en ese texto, en el capítulo 6, se presenta otra lista de pecadores, en los versículos 9 y 10. Por ejemplo: no se engañen (o no se hagan ilusiones) mē planasthe: ni los fornicarios (pórnoi, notar aquí la raíz de pornografía, que equivale a expresar -dicho literalmente- por escrito la fornicación). Algunas traducciones vierten pórnoi por inmorales, que en realidad es un dicho más genérico, ni los idólatras, ni los adúlteros (moichoi), ni los afeminados o «delicados» (malakói, en latín molles), ni los pervertidos (ver más adelante en la opinión de Freud) que en el texto griego suena arsenokóitai, que suele traducirse por homosexuales (practicantes, se entiende) pero como expliqué antes dice «varones que tienen relaciones entre ellos», o algo así; ni los ladrones (kléptai, recordar la palabra castellana, asociada, «cleptómanos», los que tienen la manía de robar), ni los avaros o codiciosos (pleonéktai), ni los bebedores o borrachos (methysoi), ni los difamadores (loidoroi), ni los ladrones, o rapaces (árpages) ninguno de ellos heredará el Reino de Dios. El Apóstol les recuerda a esos fieles que algunos de ellos fueron así, pero han sido purificados (apeloúsasthe, en latín abluti estis, lavados), santificados (hēgiasthēte), justificados (edikaiōthēte), en el Nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios. Este versículo 11 descubre los efectos del bautismo, aunque no emplea esta palabra.
En el mismo contexto, Pablo exhorta a aquellos cristianos a superar los conflictos que los enfrentan, y a no llevar los pleitos ante los tribunales paganos. La Iglesia de Corinto era joven, una comunidad relativamente pequeña en una ciudad enormemente poblada. La advertencia apostólica vale, en realidad, para todos los tiempos; en la comunidad eclesial está siempre acechando el peligro de la desunión, de la división (grieta, como decimos ahora) que es particularmente grave cuando se abre porque muchos discuten y se oponen a la auténtica Tradición, de la cual la Iglesia ha de vivir. Es este un penoso efecto de la debilidad humana y del orgullo; la humildad y la obediencia a la verdad acompañan al amor (la agápē) para que no se imponga el egoísmo, un ego monstruosamente hinchado. Los Corintios apelaban a una especie de refugio argumental: «todo me está permitido», «todo me es lícito» (éxestin, 6, 12). La respuesta apostólica es: sí, pero no todo conviene (sumpherei). Los cuerpos, santificados en el bautismo, son miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo (6, 19); en el cuerpo glorificamos a Dios.
En la Carta a los Efesios, el Apóstol recuerda a los fieles que ellos han adquirido, en la iniciación cristiana, otro modo de existencia, ya que ahora llevan una vida nueva en Cristo. Se han despojado del «hombre viejo», han depuesto la antigua costumbre (proteran anastrophēn, 4, 22). Aprendieron que no deben proceder como los paganos, que se dejan llevar por la frivolidad (la vanidad) de su pensamiento, y que el hombre viejo (palaión ánthrópon) vive enajenado por error. El razonamiento de Pablo opone continuamente: luz-tiniebla, nuevo-viejo. La iluminación bautismal (así llamaban los antiguos a la iniciación cristiana) ha de prolongarse en un luminoso seguimiento de Cristo.
El amor y la entrega del Señor por la Iglesia ilustran el ideal de la familia cristiana; presenta una enseñanza de absoluta actualidad. Resulta sobre todo admirable el desigual equilibrio de la relación esposo-esposa, padres-hijos. Esta doctrina contrasta especialmente y descalifica al feminismo extremo de la ideología de género, y a una liberación enajenante de los jóvenes. Así como la Iglesia está «sometida» a Cristo, las mujeres deben estarlo a sus esposos; el verbo empleado es hypotássesthe –el prefijo hypó significa debajo-; la expresión puede y suele traducirse «respeten a sus maridos». Pero los maridos deben amar (agapâte) a sus esposas y «no amargarles la vida». Evidentemente, la fórmula refleja la cultura cristiana que se iba constituyendo a partir de la fe: el Apóstol escribe que el matrimonio indisoluble es un misterio grande (mystērion mega, 5, 32). El griego mystērion se vierte en latín sacramentum, de allí que podamos decir: «el matrimonio es un gran sacramento». En un contexto social y cultural pagano, la postura originaria del cristianismo está lejos tanto de todo feminismo como de todo machismo. Esta mirada a los orígenes es capital para evaluar luego, discretamente, la evolución del tema a lo largo de los siglos, en contextos culturales muy diferentes. Analógicamente, podemos proyectar esa fórmula de relación al caso de los vínculos entre padres e hijos. Enseña el Apóstol que los hijos deben obedecer (hypakoúete, otra vez del prefijo hypó) a sus padres porque eso es lo que agrada al Señor (6, 1), y los padres, por su parte, no deben exasperar a sus hijos (mē parorgizete), vale decir provocar su indignación, para que no se descaminen (no se «achiquen»). Llama la atención esta perspicaz observación psicológica. Se advierte el deseo del Apóstol de diseñar un modo de conducta de acuerdo con la novedad de la gracia. Sin que haya que copiar, ¡qué modelo extraordinario para nuestros días! A fin de comprender debidamente la enseñanza Paulina sobre la vida familiar, es preciso recoger todo lo que en la Epístola se dice sobre las numerosas actitudes o virtudes cristianas. Ponderando adecuadamente las situaciones que se vivían en los orígenes de la vida eclesial, podemos advertir qué dificultades deben enfrentar en nuestros días los cristianos en una sociedad descristianizada, paganizada. Pienso en Argentina, pero lo mismo se cumple en muchísimos países.
Me detengo aquí, aunque en las Cartas Paulinas hay todavía mucha tela por cortar.
Como ya he indicado, el silencio de los pastores de la Iglesia Católica sobre el pecado y los Mandamientos de la Ley de Dios, especialmente el Sexto, contrasta, a la vez que abre el camino a una cultura hipersexualizada, que dispone de abundantes medios para arrollar toda oposición. Deseo subrayar, especialmente, la desvergonzada propaganda a favor de la homosexualidad protegida por la exigencia de una no-discriminación, y por la ideología de género, que invaden los programas escolares. Un presunto «derecho» minoritario que se enumera entre los «derechos humanos».
La autoridad de Sigmund Freud ya no es reconocida; ha sido desplazada en las Facultades de Psicología por la de Lacan, especialmente. Sin embargo, es importante citarlo, para comenzar, porque en buena medida ha contribuido a forjar la opinión común del siglo XX. En la Conferencia número 19, de la serie «Introducción al Psicoanálisis», Freud afirma que la homosexualidad es una perversión, y considera enfermos a quienes practican esa conducta; según él bloquea lo que constituye un aspecto esencial de la sexualidad humana, la comunicación de la vida. Actualmente existen empresas, y canales televisivos e informáticos dedicados exclusivamente a la pornografía homosexual, protagonizada por «estrellas» que se hacen bien conocidas; aparecen cientos de videos -quizá habría que decir miles- ya que se renuevan incesantemente. Son accesibles a cualquier computadora, tablet y aún a teléfonos celulares de los más modestos. Se puede pensar que esas filmaciones están dedicadas a las personas que practican la homosexualidad, pero hay que reconocer que semejante material puede suscitar la curiosidad de mucha otra gente, a la que incita a probar, o a salir del «clóset», si lleva el peso de aquella tendencia, especialmente cuando se presenta en términos románticos el amor entre dos gais.
El Catecismo de la Iglesia Católica ofrece una exposición muy ponderada, y de serena comprensión pastoral, en los números 2357 a 2359. Se sugieren las actitudes pastorales que ayuden a quienes experimentan tendencias homosexuales hondamente arraigadas, si son cristianos que puedan vivir en castidad. Tengo la impresión de que falta en la Iglesia una amplia instrumentación de esas iniciativas de ayuda. Sería este un compromiso de máxima urgencia frente a la insolente propaganda originada en los Estados Unidos y Brasil, principalmente. Circulan asimismo en las redes numerosas filmaciones caseras.
Finem coniungens initio, observo que la cuestión básica es el oscurecimiento, el olvido o la prescindencia en la Teología Moral y en la práctica pastoral del concepto de pecado. No hay que temer el desafío que impone a la fe cristiana, como en el siglo I, la intrusión del paganismo en la comunidad eclesial, cuando ya no existen ni una cultura ni una sociedad cristianas.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas
Académico de Número de la Academia Provincial de Ciencias y Artes de San Isidro
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma)
Buenos Aires, 12 de abril de 2022.
Martes Santo.-