El viaje más corto de un lugar al mismo lugar es la vuelta al mundo. Un jovencísimo Chesterton escribió un pequeño relato que le serviría, décadas después, como punto de partida de uno de sus grandes ensayos: El Hombre Eterno. En este relato, titulado Nostalgia del Hogar, nos narra la aventura de un granjero, White Wynd, con familia y casa, la Granja White junto al río, que, hastiado de la existencia misma, decide emprender un gran viaje hacia el fin del mundo, saliendo de su desidia. La luz del sol y la caricia del viento en el rostro, el mundo a sus pies y todo el camino por delante hacen de su marcha una búsqueda esperanzadora del hogar. Deja su techo a sus espaldas, anhelando su verdadera morada detrás de cada horizonte que vislumbra. Se siente como Adán, recién creado, y prorrumpe en alabanzas a cada paso, a la vez que se adentra en oscuros pasajes y tiene que faenar duros oficios. Una cosa no cambia: su dirección rectilínea. Pareciera que estuviese reviviendo lo que nos dice san Juan de la Cruz en su canción: buscando mis amores, iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras.
Un atardecer de verano, tras una loma oscura que parecía la cúpula de la Tierra, fue invadido por un extraño sentimiento. [...] Se sentía como el que acaba de cruzar la frontera del país de los elfos. Con un carillón de pasiones nuevas repicándole en la cabeza, asaltado por recuerdos confusos, llegó a lo alto de la colina. El sol poniente irradiaba un resplandor universal. Entre el sol y él, allá abajo en los campos, había lo que parecía a sus ojos anegados una nube blanca. No, era un palacio de mármol. No, era la Granja White junto al río. Había llegado al fin del mundo. Cada lugar de la tierra es principio o fin, según el corazón del hombre. Ésa es la ventaja de vivir en un esferoide achatado por los polos.
La parábola de Chesterton puede servirnos para comprender que la vida cristiana, en muchas de sus escenas, sea ─como diría un tomista─ materialmente la misma, pero formalmente distinta. Compartirá las más de las veces las mismas preocupaciones materiales: trabajo, hacienda, futuro de los hijos...; los mismos sufrimientos: contradicciones de los familiares y amigos, reveses de fortuna, enfermedades o pérdida de seres queridos...; incluso las mismas alegrías: logro en las empresas comenzadas, correspondencia en el amor, tranquilidad interior ante las dificultades... Sin embargo, si en verdad es vida cristiana, toda ella estará como transida de una luz imperceptible para el mundo, pero que dota de sentido eterno ─de ordenación a su fin último, diría un tomista─ todas y cada una de esas situaciones: la luz de la fe y la esperanza.
Ya los primeros cristianos tenían clara conciencia de esto. No son una secta. No son gentes anormales, aunque la dirección de su vida ─su causa final, diría un tomista─ es distinta. Así nos los describe la llamada Carta a Diogneto, escrito cristiano de la segunda mitad del s. II: Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. [...] Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. [...] Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. [...] Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo ─el alma es, según sentencia tomista que ha recibido refrendo dogmático, la forma del cuerpo (materia)─. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo.
Para sobrevivir a nuestro momento histórico, ciertamente duro y difícil, tendremos que hacer el mismo viaje hacia el fin del mundo, hacia el hogar, que nos llevará cada día a las mismas ocupaciones materiales. Tendremos que saber gobernar la nave de nuestras almas en un mar confuso y tempestuoso que brama y truena, que zarandea queriendo hundir, que oculta las estrellas para que perdamos la dirección. Pero, por encima de todo ese revuelo mundano que tiene más de amenaza que de realidad, llenará los oídos y la mente del cristiano algo inesperado: el silencio de Dios. Un silencio que todas las alharacas del siglo no pueden callar y, sin embargo, es silencio. Es el silencio que Dios envía cuando su pueblo ha querido un rey como los demás pueblos, asimilándose al mundo y, cuando intenta volver a Dios, hay silencio: Aquel día os quejaréis a causa del rey que os habéis escogido. Pero el Señor no os responderá (1 Sa 8, 18). Un silencio que es castigo ─medicinal─, pero es a la vez don de fe porque nos hace buscar al Dios que se esconde: en verdad tú eres un Dios escondido (Is 45, 15). Un silencio que a los ojos el mundo es derrota y signo claro de falsedad, como en la Cruz cuando conminan al Maestro: que baje ahora de la cruz y le creeremos (Mt 27, 42) y Él responde con silencio; como la Madre de la Iglesia, que estaba también allí, de pie, en silencio; y los ángeles, con órdenes de permanecer quietos, las espadas en sus vainas, sólo escoltando la paciencia de Dios. Ninguna palabra vendrá del Cielo, no ahora, sólo silencio.
Estas meditaciones ocupaban el corazón del que puede muy bien representar a los cristianos de los últimos tiempos: el P. Percy, protagonista de la novela de Benson El Señor del Mundo. La inmensa mayoría de las almas han sido conquistadas por Felsenburgh que les ha traído paz y prosperidad, suplantando a Cristo. Éste tiene acorralada a la Iglesia que está desapareciendo. Y en medio de todo: silencio. ¿Por qué? ¿Por qué? ─se pregunta Percy─ ¿Por qué Dios no intervenía, por qué el Padre de los Hombres llegaba a permitir que el Universo de los hombres se alinease todo contra Él? ¿Qué es lo que podía buscar en eso? ¿Este eterno silencio jamás se iba a romper? Estaba muy bien para los que poseían la fe, pero ¿y los incontables millones que se estaban asentando ahora en un colchón de tranquila blasfemia? ¿No eran también éstos, hijos de su alma y ovejas de su redil? ¿Para qué había sido fundada la Iglesia si no era para convertir al mundo?
Será este silencio el don que permita viajar. Es medicinal. Sin embargo, como toda medicina, puede usarse mal y terminar en desgracia. Y así nuestro mundo lo aprovechará para sumirnos en la desesperanza, como si fuese un signo del abandono de Dios. El pesimismo se apoderará de muchos que quizá conserven la fe, pero pierdan la esperanza, virtud teologal olvidada. De los más necios, porque habrán perdido la fe, lo hará el optimismo infantiloide, haciendo del mundo su morada auténtica. Pero para los que vivan anclados en Cristo y quieran sobrevivir, sólo habrá un camino, una dirección: dar la vuelta al mundo, volviendo al mismo lugar, pero transformados por el silencio. No podemos olvidar que el mundo no se encamina jamás hacia la catástrofe, sino más bien hacia lo que Tolkien llamaba la eucatástrofe. Y así como la Crucifixión no fue una catástrofe, sino una eucatástrofe(literalmente «buena catástrofe»), así lo será también la historia de la Iglesia. No en vano el sábado santo es el día del gran silencio hasta que en el silencio de la aurora se escuche el triunfo de la Resurrección. Y para ser partícipe del triunfo, del que podemos serlo cada día de nuestra vida, hay que viajar y cruzar, como dice Chesterton, la frontera del país de los elfos. Un país que Tolkien nos describe así: Frodo se quedó de pie, todavía maravillado. Tenía la impresión de haber pasado por una alta ventana que daba a un mundo desaparecido. Brillaba allí una luz para la cual no había palabras en la lengua de los hobbits. Todo lo que veía tenía una hermosa forma, pero todas las formas parecían a la vez claramente delineadas, como si hubiesen sido concebidas y dibujadas por primera vez cuando le descubrieron los ojos, y antiguas como si hubiesen durado siempre. No veía otros colores que los conocidos, amarillo y blanco y azul y verde, pero eran frescos e intensos, como si los percibiera ahora por primera vez y les diera nombres nuevos y maravillosos. En un invierno así ningún corazón hubiese podido llorar el verano o la primavera. En todo lo que crecía en aquella tierra no se veían manchas ni enfermedades ni deformidades. En el país de Lórien no había defectos. Ese es el país bañado por la luz de la fe y la esperanza. Mismos colores, pero distintos. Mismas ocupaciones cada día, pero miradas con otra luz. Vivimos en la carne, pero no según la carne. Silencio desde el mundo, sinfonía creadora desde Dios.
Partida y regreso es el subtítulo de El Hobbit. Y, frente a los que simplonamente suelen pensar que la obra de Tolkien es una mera representación de la lucha del Bien contra el Mal, la relación entre el Tiempo y la Eternidad es quizá la guía de toda su obra. Eternidad no es inmortalidad, y sólo se entra en ella a través del tiempo, si viajamos hasta el fin del mundo (al hogar del que salimos), y de su desenlace final: la eucatástrofe. Hacia el término de El Señor de los Anillos los pequeños hobbits, tras todas sus aventuras, tienen que volver a la Comarca de la que salieron, a su hogar, para enfrentar el peligro y sus temores más grandes. Aquí la clave de lectura de toda la obra y aquí la versión cinematográfica, loable por otros muchos títulos, destroza la esencia de la novela. Están confiados porque tienen a Gandalf. Pero éste, como en otro Cenáculo o en otra Ascensión, les dice: estoy ahora con vosotros, pero pronto no estaré. Yo no voy a la Comarca. Tendréis que deshacer vosotros mismos los entuertos: para eso habéis sido preparados. ¿No lo comprendéis aún? Mi tiempo ha pasado ya: no me incumbe a mí enderezar las cosas, ni ayudar a la gente a enderezarlas. En cuanto a vosotros, mis queridos amigos, no necesitaréis ayuda. Ahora habéis crecido. Habéis crecido mucho en verdad: estáis entre los grandes, y no temo por la suerte de ninguno de vosotros.
La eucatástrofe está al final de la historia, pero sólo se llega haciendo el viaje de la fe. De la fe a la esperanza que no defrauda (Rm 5, 5). Lo hemos representado el día de la Candelaría: una dirección y un final, con el fuego que ilumina y calienta el alma. Cada día vivir, creciendo en esperanza durante el silencio incierto, sabiendo que, como decía Donoso Cortés, los tiempos inciertos son los más seguros, porque uno sabe a qué atenerse respecto del mundo y de la historia.
El proyecto de Dios se nos presenta como una gran travesía de salida y regreso. Así organiza santo Tomás de Aquino su catedral de pensamiento que es la Suma de Teología: exitus-reditus; y Jesucristo, con sus sacramentos, es el viaje de vuelta a la casa del Padre.
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga» n.5