España ha conseguido situarse a la cabeza de Europa en el incremento del número de abortos en los últimos diez años. La crisis en este país no afecta a las clínicas abortistas, que se han convertido en uno de los negocios más lucrativos en la última década. Y por si fuera poco, el gobierno de Rodríguez Zapatero quiere facilitar aún más la posibilidad de abortar.
Pero independientemente de las valoraciones políticas y económicas que rodean al crimen del aborto, el dato habla sobre todo de la degradación y corrupción moral de la sociedad española. Que uno de cada seis embarazos acaben en aborto implica que la aceptación social de esta lacra ha alcanzado niveles de verdadera pandemia moral.
Semejante catástrofe no admite tibiezas ni paños calientes. La Iglesia en España tiene el deber y la obligación de denunciar el holocausto continuo que tiene lugar en la, en palabras de Juan Pablo II, "Tierra de María". En Polonia, país mayormente católico, el aborto se ha desplomado. Algo habrá tenido que ver la actitud pro-vida militante de la iglesia en Polonia. Y también se da la circunstancia de que en Estados Unidos, tras muchos años de mayoría de ciudadanos favorables a la legalización del aborto, hoy son mayoría los pro-vida. Eso es fruto de una labor incansable de los defensores de la cultura de la vida, en su mayor parte cristianos.
No basta con cumplir el expediente. No basta con levantar la voz ahora que nos amenazan con una nueva ley del aborto. No basta con reunir ni uno ni dos millones de católicos en la Plaza de Colón. Estos años atrás, todos los gobiernos de diverso color político, han demostrado que con la actual ley es más que suficiente para convertir este país en el paraíso de los abortistas. Y no parece que los católicos españoles se hayan movilizado efizcazmente para evitarlo. Quizás sea ya tarde para revertir la situación, pero si nosotros no hablamos y denunciamos el horror, ¿quién lo hará?