Andamos a vueltas con cuestiones que nos tienen perplejos, y que nos dejan un trasfondo de extrañeza cuando con palabras que expresan realidades de gran nobleza vemos que pueden ser utilizadas de muchas maneras, incluso torticeras. Esta es la calculada ambigüedad con la que en estos días vemos que se trata el asunto de unos indultos que tienen toda una profunda carga de complejidad. Porque los indultos que un gobierno puede estudiar y, eventualmente, conceder tienen un itinerario que es claro en nuestro ordenamiento jurídico dentro de un Estado de derecho como es España. Y no se pueden arbitrariamente conceder o negar desde un caprichoso uso y un interesado cálculo que no tiene que ver con las palabras manidas en este festival de una extraña piedad, apelando a sentimientos sagrados y enormemente delicados, para venir a la postre a tapar los verdaderos motivos que se exhiben impudorosamente desde una pretendida magnanimidad.
Tener un corazón magnánimo no es señal de debilidad, sino de la más grande fortaleza. El que gasta la mezquindad en sus latidos se hace rehén y sumiso de sus entretelas más cicateras, quizá presas del miedo que atenaza o del rencor resentido que te hiela. Estamos en una época en la que las palabras son continuamente robadas para volcar una verborrea vacía que de tanto repetirla ya no nos dice nada. Es una suerte de encantamiento para serpientes ingenuas que se dejan llevar por palabras sin verdad con una trama que engaña. Son un ‘flatus vocis’, como decían los clásicos, y que en la tradición medieval indicaba la acción de emitir palabras huecas y sin sentido, en un hablar por hablar, parloteando para no decir absolutamente nada a sabiendas.
Cuando se invocan el diálogo, la magnanimidad, la reconciliación, la tolerancia, las medidas de gracia, no siempre se quiere decir lo que esas palabras significan en su recta comprensión verbal, e incluso en la genuina tradición cristiana, sino que a veces pueden señalar algo ambiguo, escurridizo y falaz. Es extraño invocar el diálogo con los que no quieren hablar, o tener magnanimidad con quienes la van a usar y tirar, o empeñarse en la reconciliación con los que siguen insidiando con saña y dividiendo sin rubor, o abogar por la tolerancia con quienes no renuncian a la violencia, o apelar a medidas de gracia para beneficio de los que ni las piden ni las merecen por su amenazante actitud de reincidencia. Digo que es extraño y también culpable, porque no resulta un atrevimiento ingenuo, ni una bondadosa inocencia.
Suele esconder una estrategia que tiene pretensiones inconfesadas, y unos objetivos buscados tras la tramoya que tiene pagadores que te los financian. Pero lo que se oculta con ardid retorcido, se descubre sin especial dificultad a la corta o a la larga. Y los beneficios maquillados y trucados son fácilmente reconocibles y dan la cara. Cuando todo esto resulta una maquinación política, una más que nos acerca la ralea de quienes han hecho su propio cortijo de la gobernanza de un pueblo, entonces se descubre la actitud tramposa de unos modales en las formas y la aptitud perversa de unos intereses sin entraña.
Más difícil resulta calificar la actitud y la aptitud cuando no hay siglas políticas detrás, sino simplemente un buenismo irresponsable que se alinea con ellas sin más, repitiendo como un mantra los argumentos prestados y asumidos en canal, cuando más bien cabría esperar un juicio moral que se deriva de la rica doctrina social de la Iglesia que ahonda en su sabiduría y bebe de su experiencia que con logros y fallos hemos ido escribiendo como preciosa aportación serena a la sociedad. Cabría también esperar un amor a la verdad que descarta enjuagues con la ambigüedad engañosa, una audacia templada que sabe medir bien los tiempos sin precipitarse y sin fugarse cuando hay que hablar y actuar ponderando las consecuencias para todos y no sólo para una parte. Esto sería un buen testimonio desde una conciencia ética cristiana y desde una pedagogía paciente que no hace extraña su responsabilidad dentro de la Iglesia.
Pero son estos los tiempos que corren, no aquellos de los que no tenemos malsana nostalgia, ni tampoco los tiempos que vendrán sin tener hoy noticia apresurada. Son estos tiempos, los nuestros, donde hemos de librar la batalla cultural dando razón de nuestra esperanza y leyendo adecuadamente nuestra centenaria historia. Como ciudadanos todos y como cristianos los creyentes, tanto en las coyunturas civiles así como en las eclesiásticas, a todos se nos reclama esa fidelidad a la coherencia de una posición católica que no aísla ni empeñece, que no excluye ni enfrenta, y fidelidad a una historia labrada generosamente por enteras generaciones que durante siglos han construido pluralmente España. Es la misma enseñanza que no hace tanto tiempo dimos los obispos españoles hablando de la unidad de nuestro pueblo como un bien moral, capaz de valorar lo que nos distingue y, al mismo tiempo, lo que nos enriquece complementariamente, cuando no hacemos de las distinciones un arma arrojadiza cainita y letal.
Porque parece que se indultan solamente las mascarillas que nos embozaban, cuando a alguien se le ha ocurrido distraernos con tamaña concesión de gracia. Se indultan los oscuros derroteros para perpetuarse un rato más en unas poltronas y cetros con los que seguir construyendo el alibí gaseoso de una pompa llena de la nada que tiene en la mentira su recurrente herramienta política más esmerada. Se indultan los intereses construidos desde el diseño egoísta e insolidario de quien se aprovecha tan sólo de su propia causa engañando, forzando, manipulando, insidiando y dividiendo. Pero no se indulta la vida del no nacido a cuyo asesinato en el seno de su madre se aspira a que sea un derecho, ni la vida del enfermo o anciano terminal al que se permite acabar con su vida eutanásicamente en lugar de cuidarla con respeto, cariño y consuelo con las medidas paliativas y espirituales, ni la educación de nuestros más jóvenes sustrayendo ideológicamente la responsabilidad de sus padres.
‘Flatus vocis’, voces de aire que no dicen nada, las digan quienes las digan. Nosotros seguiremos clamando y defendiendo la vida en todos sus tramos, la verdad que nos hace libres, la convivencia plural y pacífica, la comunión fraterna que nos une y complementa, la educación que no manipula. Todo eso que responde a las promesas de Dios y a los deseos de los hombres, a nuestras preguntas que encuentran correspondencia en sus respuestas.
+ Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo
Publicado en la Tercera del diario Abc el 24 de junio del 2021