La solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor es una fiesta de la Iglesia que está íntimamente unida a la esperanza. No puedo por menos de recordar las palabras de Jesús en la Última Cena cuando dijo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar» (Jn 14,2).
Pero también en el evangelio de ese día se nos dice: «Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado» (Mc 16,15-16). Y es que en toda la Sagrada Escritura, incluidos por supuesto los evangelios, la posibilidad de la condena es una realidad que nos debe alejar de ese buenismo tontorrón que tanto se da en nuestros días.
No nos olvidemos además del episodio de la tempestad calmada (Mt 8,23-27; Mc 4,35-41; Lc 8,22-25), episodio al que tengo un cierto cariño porque fue el tema de mi primer sermón y que nos viene a decir que en la Iglesia siempre ha habido dificultades y tormentas, que cantidad de veces se nos ha anunciado su próxima desaparición, pero que siempre ha sobrevivido y sobrevivirá, porque cuenta con la promesa de Jesucristo: «sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
También en nuestros tiempos la barca de la Iglesia se ve agitada por sus enemigos externos e internos. Aparte del Islam y los comunistas, que son los que ocasionan en el momento actual el mayor número de mártires, las ideologías relativista, marxista y de género intentan destruir los valores humanos y cristianos, no dudando incluso en considerar el matrimonio y la familia como el enemigo a combatir y destruir. No nos extrañe por ello que cierta persona que entonces era cardenal y hoy es el Papa, dijese de la Ley que aprobaba el matrimonio homosexual en su país que detrás de esa Ley estaba el Demonio.
Pero más peligrosos que los enemigos externos son los internos. Cualquier católico con un mínimo de preocupación por la Iglesia, está alarmado con las noticias que oye y lee sobre el Sínodo alemán. Ciertamente el problema no es nuevo y recuerdo, ya en mis tiempos de seminarista en una reunión entre partidarios del celibato opcional y pastores protestantes, uno de éstos, un alemán, comentó que las medidas que proponían los defensores del celibato opcional ellos las llevaban practicando cuatrocientos años con el resultado de tener sus iglesias vacías. Y también recuerdo que se le preguntó a uno de los mejores teólogos de la época si esos sacerdotes podían seguir siendo considerados católicos, a lo que contestó que aunque sus ligaduras con la Iglesia eran muy débiles, mientras no negasen verdades del Credo o dogmas de fe, seguían siendo católicos.
Más peligrosa me parece la Asamblea Sinodal Alemana. Según he leído en InfoCatólica el cardenal Brandmüller ha declarado lo siguiente:
«El conflicto «Roma-Alemania» se refiere a las verdades fundamentales de la fe basadas en la revelación divina. Por mencionar sólo los puntos más mencionados: los obispos cuestionan incluso la indisolubilidad del matrimonio y exigen que la Iglesia reconozca el nuevo matrimonio de los divorciados. También se exige la concesión del sacramento del Orden -por el momento en el nivel más bajo del diaconado- a las mujeres. Ambas exigencias se basan en la negación de las verdades de fe, con lo que la herejía se suma al cisma».
La presencia de varios Obispos con esta mentalidad me parece muy grave, porque es hacer lo contrario de lo que deben, pues como dice el Concilio Vaticano II:
«En el ejercicio de su ministerio de enseñar, anuncien a los hombres el Evangelio de Cristo, deber que sobresale entre los principales de los Obispos, llamándolos a la fe con la fortaleza del Espíritu o confirmándolos en la fe viva. Propónganles el misterio íntegro de Cristo, es decir, aquellas verdades cuyo desconocimiento es ignorancia de Cristo, e igualmente el camino que se ha revelado para la glorificación de Dios y por ello mismo para la consecución de la felicidad eterna» (Decreto Christus Dominus nº 12).
Ante esta situación, ¿qué debemos hacer, o mejor dicho, qué es lo que Cristo espera de nosotros? Por supuesto intentar ser mejores católicos, intensificando nuestra vida cristiana y nuestra formación religiosa, en línea de total acuerdo con el Magisterio de la Iglesia.
Pedro Trevijano