Una de las cuestiones hoy más discutidas es la del fundamento o base de nuestros derechos. Para algunos, como pueden ser, en general, los no creyentes, no hay otra ley sino la que establece la autoridad jurídica humana, mientras para los creyentes nuestros derechos son intrínsecos de la persona, y, por tanto, anteriores a cualquier ordenamiento jurídico.
La democrática llegada al poder de Hitler, así como la instalación de los regímenes comunistas, fueron acontecimientos que demostraron que el Estado no podía ser el fundamento último de nuestros derechos. Esto suscita dos interrogantes: ¿cuáles son los derechos que deben ser reconocidos a todo ser humano? Y ¿cuál es la base última de estos derechos?
Los derechos del hombre son los derechos de la persona humana, que es su realización individual y concreta. El ser humano posee una dignidad que le hace merecedor de respeto y que no se le pueda nunca considerar como simple medio para conseguir un fin. Una muy buena enumeración de cuáles son sus derechos, la tenemos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU del 10 de Diciembre de 1948, con la ventaja además que todos los demócratas del mundo la aceptan y se piensa comúnmente que la democracia exige el intentar llevarlos a cabo. El Papa Pablo VI, en 1968, al referirse a esta Declaración, dice de ella: “este precioso documento ha sido presentado a toda la humanidad como un ideal para la comunidad humana. Es imposible tener una verdadera y duradera paz donde los derechos humanos son menospreciados, violados y conculcados”.
Pero las mismas palabras no siempre significan lo mismo. En un Manifiesto del PSOE de Diciembre del 2006 se nos señalan unos valores como igualdad, libertad, justicia, pluralismo, dignidad de la persona y derechos fundamentales, nombres con los que estamos de acuerdo, pero en su contenido real no tanto. Por ejemplo la libertad de la interrupción voluntaria del embarazo, es decir del aborto, no sólo no nos parece a los católicos una libertad, sino simplemente un crimen horrible. La palabra laicidad, con la que podríamos estar de acuerdo, entendida como la reducción de lo religioso a lo puramente privado, es una violación de los derechos fundamentales de la libertad religiosa y del derecho preferente de los padres a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos. Está en juego nada menos que la clave para distinguir el bien del mal y cuál es el sentido final de nuestra vida.
Creyentes y no creyentes podemos encontrarnos juntos en la defensa de la dignidad de la persona humana. Unos y otros podemos colaborar en una moral sobre la persona, la familia, el amor, el trabajo, la política, la vida y la muerte. Pero antes o después nos veremos obligados a plantearnos el problema del último “por qué” del dinamismo que hay en el mundo y de su sentido final. Es decir nos tenemos que enfrentar con el problema de Dios y de qué es la Verdad. De prestar oído a ciertas voces, como muy recientemente nuestro ministro de Justicia con su declaración que la conciencia no puede ser una excusa para incumplir la ley, claro que se hace desde las filas de un partido que no admite la objeción de conciencia ni para votar la ley del aborto, no tendríamos que reconocer el carácter absoluto de los valores morales. Se confía tan solo en la libertad, desarraigada de toda objetividad, y por tanto no en condiciones de buscar y encontrar la Verdad. No olvidemos en este punto la famosa frase de Zapatero. “la libertad os hará verdaderos”, que es una descarada falsificación y corrupción del mensaje evangélico, que dice todo lo contrario: “la verdad os hará libres”(Jn 8,23). De hecho Benedicto XVI en su Encíclica “Caritas in Veritate” ha tenido que afirmar rotundamente: “La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral”(nº 9). Una vez más es radicalmente distinta la concepción de los que creen en Dios o en los valores absolutos objetivos, como pueden ser Amor, Justicia, Verdad, que al fin y al cabo se identifican con Dios, y los incrédulos, que son los que no aceptan los valores absolutos.
Por ello los creyentes aceptamos la Ley y el Derecho Natural, abarcando la Ley Natural todo el dominio de la moralidad en general y el Derecho Natural la parte de la ley moral que se refiere al orden jurídico, lo que nos lleva a preguntarnos si queremos conocer las leyes naturales en qué consiste la naturaleza humana.
El ser humano tiene una naturaleza, pero también es historia. Somos seres morales, dotados de libertad y responsabilidad. Algunos de nuestros valores son inmutables y eternos: justicia, generosidad, libertad, igualdad, sinceridad, honradez etc. Pero estos valores morales naturales deben ser concretizados y actualizados de acuerdo con la madurez que vamos alcanzando, tratando siempre de hacer el bien y evitar el mal, algo que no es arbitrario, sino que la Humanidad, con la ayuda de la Providencia divina, ha de procurar realizarlos de modo adecuado a nuestros tiempos y circunstancias.
Para terminar, si el fundamento de nuestros valores está sólo en el ser humano, sea el individuo, la Sociedad o el Estado, o incluso el Parlamento, como somos la última instancia podemos cometer cualquier aberración y dejamos la puerta abierta al totalitarismo. Pero si fundamentamos nuestra dignidad en que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios a fin de realizarnos como personas, entonces nuestros derechos y obligaciones se enraízan en Él y podremos superar cualquier veleidad humana. De hecho en la Biblia no se mencionan los derechos humanos, porque en ella lo importante no es el derecho de la persona a determinado tratamiento, sino la obligación de todo individuo de tratar a los demás de modo acorde con la dignidad que Dios nos ha dado. Es decir, se pone el acento en las obligaciones correspondientes a los derechos.
Pedro Trevijano, sacerdote