Lo específico del culto cristiano adquiere su eficacia en la celebración litúrgica. La gracia sobrenatural es el don que Cristo entrega a su esposa, la Iglesia, «para santificarla» (Ef 5,25); acción que convierte a la Iglesia en Santa y en vehículo de santificación para sus hijos. La función santificadora de la Iglesia sugiere la obra del Espíritu Santo actuando a través de los signos sacramentales. Según el Catecismo de la Iglesia Católica, «todos los signos de la celebración litúrgica hacen referencia a Cristo: también las imágenes sagradas de la Santísima Madre de Dios y de los santos significan, en efecto, a Cristo que es glorificado en ellos» (nº 1161).
Cuando hablamos de las imágenes sagradas o de lo sagrado, en su condición de misterio, nos estamos refiriendo a una realidad que trasciende el orden natural. Las imágenes contienen una intensa carga de sacralidad que, con su energía trascendente, llega a convertirlas en objeto del culto cristiano. En el artículo anterior hemos señalado los aspectos o incitaciones que, en conjunto, determinaron el culto a las imágenes. Ahora se trata de exponer una síntesis de cómo algunos de estos factores promovieron el paso de las imágenes didácticas hacia la integración en el culto litúrgico de la Iglesia.
El punto de partida fue la promoción del culto a los santos. La Biblia considera la santidad como un atributo divino. La frase: «Solo Dios es santo» (Sam 2,2), quiere decir que sólo Dios es la fuente de donde emana toda la santidad la cual, como una cualidad dinámica, se comunica a las criaturas. Esta comunicación llega a su punto culminante en Jesús de Nazaret, donde habita la plenitud de la divinidad; y, por Cristo, como primogénito del género humano, se extiende a toda la Iglesia, hasta que, al final de los tiempos, Dios «sea glorificado en sus santos» (2 Tes 1,10).
Históricamente, las «canonizaciones» comienzan con los mártires (testigos de la fe). Su testimonio consiste, esencialmente, en la libre aceptación de la muerte por amor a Cristo. Todas las ideologías honran a sus mártires. La Iglesia sigue esta práctica con aquellos que, con la esperanza de la salvación, entregan su vida en defensa de la fe. Así lo constatan las actas del martirio de S. Justino: «Es nuestro deseo más ardiente el sufrir por amor de nuestro Señor Jesucristo para ser salvados». En ellos, en los mártires, se nos muestra la coherencia humana entre la fe y la vida, llevada hasta las últimas consecuencias. Su culto fue tomando formas litúrgicas. Y en esta forma testimonial de fe, se manifiesta al mundo el esplendor de la estética cristiana.
El testimonio inequívoco de unión con Cristo por la fe y el amor, es el motivo por el que los mártires son reconocidos dignos de ser honrados en y por la Iglesia. Pero con la Paz de de la Iglesia, queda cerrado el período de las persecuciones; y, por lo tanto, deja de haber mártires cristianos. La Iglesia reconoce entonces a otros santos, como confesores, ascetas, vírgenes, anacoretas, etc. que siguen dando testimonio de fe con una vida ejemplar de santidad. De este reconocimiento brotan los primeros impulsos de honrar, no solo a los santos, sino también a sus representaciones iconográficas por la relación que existe ente la persona y su imagen.
En los mismos sentimientos de veneración a los mártires y a los demás santos, se desarrolla la devoción que los fieles sienten por las reliquias y los cuerpos de los santos, «más valiosos que las piedras preciosas y más estimables que el oro» (Martirio de S. Policarpo). En toda la Iglesia comenzó una exorbitante preocupación por las reliquias a las que se les tributó un culto derivado de los ritos funerarios. La costumbre de repartir las reliquias sagradas se extendió por todas partes; y como en Roma, la antigua legislación prohibía dividir los cuerpos de los difuntos, la autoridad tuvo que advertir que «no se podían trasladar a otro lugar ni comprar las reliquias de los mártires» (Códice Teodiosano). Para paliar esta dificultad, se recurrió al uso de objetos, vestidos o simplemente paños, rozados en el santo mediante el contacto directo con su reliquia o en el sepulcro donde estaban las reliquias del santo.
Pero de todas las reliquias conocidas, la más preciada fue la Vera Cruz, cuyos fragmentos se repartieron por toda la cristiandad. En España, en el monasterio de Santo Toribio de Liébana (Santander), se encuentra el trozo más grande del brazo derecho de la Vera Cruz. Las visitas a los lugares relacionados con las reliquias o la vida terrena de Cristo y también de los santos, nos ponen en relación con otro factor o elemento que sirvió para promocionar el culto iconográfico. Nos referimos a las peregrinaciones.
Normalmente se entiende por peregrinación el desplazamiento a lugares considerados sagrados por la presencia en ellos de un poder espiritual. Cuando se habla de peregrinaciones, no se trata de un fenómeno exclusivamente cristiano. En el mundo clásico, había ya antecedentes paganos en las visitas a los grandes santuarios de Grecia y de Roma. En esta tradición del mundo clásico, los centros religiosos sirvieron, durante siglos, para el encuentro con la divinidad. Este significado de lugar de encuentro, en sentido espiritual, es asumido por las comunidades cristianas con una nueva orientación que hunde sus raíces en la Biblia.
Como lugar de encuentro, la Sagrada Escritura nos muestra a Israel peregrinando por el desierto donde queda inundado por «la gloria de Yahvé» (Éx 40,34). En la Nueva Alianza, la imagen itinerante de Cristo, ejerciendo su ministerio público, ilumina las tinieblas del mundo (Jn 8,12) y, en virtud de su sangre, señala el camino nuevo de la redención (Heb 10,19-20). De igual modo, lo comenta la patrística: «La liberación de los hijos de Israel, lo mismo que su marcha hacia la patria prometida, representa también adecuadamente el misterio de nuestra redención» (S. Beda el Benerable). Se crea así un tipo de espiritualidad donde la fe se concibe como una invitación al seguimiento de Cristo, con el que avanzamos «cargados con su oprobio, que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Heb 13,13-14).
A veces surgen voces contrarias a estas prácticas, tanto contra el poder de las reliquias como contra la eficacia de las peregrinaciones. Las críticas nos recuerdan que son costumbres de origen pagano; pero se olvidan de que también la hemorroísa quedó curada sólo con tocar la orla de la túnica de Cristo (Mt 9,20); o de que «Dios obraba por mano de Pablo milagros extraordinarios, de suerte que hasta los pañuelos y delantales que habían tocado su cuerpo, aplicados a los enfermos, hacían desaparecer de ellos las enfermedades y salir a los espíritus malignos» (Hech 19,11-12).
En la Iglesia española existió la misma veneración e inquietud por visitar las reliquias de algunos mártires como Sta. Eulalia de Mérida, S. Fructuoso en Tarragona, S. Zoilo y S. Marcial en Córdoba, y los santos Justo y Pastor en Complutum (Alcalá de Henares). El más célebre de estos mártires españoles parece ser el diácono S. Vicente de Zaragoza, del que S. Agustín, en uno de sus panegíricos, dice que su fama se extendió por todo el imperio romano.
Otro elemento que influyó en el culto iconográfico fue el retrato funerario. El retrato individualizado se había puesto de moda en Grecia. Pasó después por varias fases de evolución y finalmente, acusando el papel preponderante que en la vida de Roma desempeñaba el emperador, cobró nuevo impulso en la retratística romana. Cuando se generalizó su uso entre las clases populares, el apologista Lactamcio decía que los retratos servían para mantener vivo «el recuerdo de aquellos que nos han sido arrebatados por la muerte o separados por la ausencia». Lo que nos indica que los cristianos no tuvieron dificultad en aceptar los mismos criterios y los mismos fines que sus contemporáneos daban a los retratos de los antepasados.
Una de las prácticas de las primeras comunidades fue continuar la costumbre de colocar sobre las tumbas el retrato del difunto pintado con la técnica de la encáustica, es decir, de los colores diluidos en cera (antecedente del icono). Inicialmente en el caso de los santos cristianos, el retrato se colocaba sobre su tumba, no para rendirle culto, sino para que los fieles pudieran contemplar la imagen de un personaje que, en vida, se había santificado. La costumbre se extendió como un signo de respeto a los difuntos venerables por la ejemplaridad de su vida. Más tarde, los retratos o iconos entraron en el mismo clima cultual que envolvía la veneración de los santos y de sus reliquias, contribuyendo de forma directa al proceso del culto iconográfico.
En el ámbito oficial, la utilización de retratos tiene una resonancia extraordinaria, porque la efigie imperial preside las salas de justicia confirmando el valor jurídico de las sentencias dadas en su nombre. Psicológicamente, una imagen en majestad y en posición frontal da la sensación de que está exigiendo que se reconozca su prestancia y se respete su presencia. A finales de la Antigüedad, se siguió la política integradora de la Iglesia y el Estado conocida con el nombre de «cesaropapismo». Una vez comprometida con el estado, la Iglesia aceptó el carácter representativo de la imagen del emperador a la que, oficialmente, se le rendían honores. Al familiarizarse la comunidad cristiana con la idea de los honores rituales al retrato imperial, se abre otro dinamismo hacia el culto a las imágenes.
Con este motivo, el tema de Cristo presidiendo una asamblea de apóstoles, fue uno de los primeros que se introdujo en el nuevo arte de la iconografía cristiana. Cristo aparece acompañado de los apóstoles (a veces incluso por el emperador, como otro apóstol de Cristo), o de S. Pedro y S. Pablo, con la entrega del Libro de la Ley (Traditio legis). Las formas de representaciones solemnes influirán en la incorporación de la imagen de Cristo en majestad, de la Virgen como emperatriz, y de los santos y de los ángeles formando la corte celestial. En este clima de oficialidad, es evidente la repercusión que los retratos presidenciales tuvieron para disponer a los fieles a rendir culto a las imágenes sagradas. El mosaico romano, tan idóneo para la perspectiva plana, adquiere un equilibrio perfecto con las imágenes en majestad. Los mosaístas romanos consiguen integrar plenamente las solemnes figuras en los interiores de las basílicas y de los mausoleos.
A la influencia cortesana habrá que añadir las definiciones conciliares La iconografía responderá a los nuevos dogmas derivados de las disputas teológicas. Las declaraciones del concilio de Éfeso influirán en la decoración de la basílica de Sta. María la Mayor de Roma donde, a la Virgen se le representa como reina y señora en su trono, rodeada de la guardia angélica. Fuera de Roma nos encontramos uno de los ejemplares mejor conservados en la iglesia de S. Apolinar el Nuevo de Rávena, donde aparece Cristo entronizado, con barba, bendiciendo y, a ambos lados, los ángeles dispuestos como la milicia de la guardia imperial.
La primitiva comunidad cristiana no se había aventurado más allá de las representaciones simbólicas o narrativas. Ahora, el simbolismo salvífico adquiere una versión victoriosa, y la figura de Cristo Buen Pastor es sustituida por la del Salvador en majestad. Los Padres de la Iglesia, para evitar posibles confusiones y derivaciones hacia el culto idolátrico, insistirán en la distinción entre el retrato y la realidad, advirtiendo que el retrato de Cristo no es el mismo Cristo en persona, sino su retrato, tratando de evitar cualquier riesgo de fetichismo o superstición.
El arte triunfal de la corte favorece la nueva proyección de imágenes con su clima de sacralidad que impulsa la promoción del culto iconográfico.
Jesús Casás Otero, sacerdote