La muerte no es el final de todo, sino el paso necesario hacia la plenitud de la vida. Pensar en ella de cuando en cuando nos hace más realistas y nos ayuda a valorar las cosas que realmente valen la pena y darnos cuenta de que tantas veces nos preocupamos por niñerías. Es bueno irse preparando a la muerte con la paz en el corazón, tratando de superar con la esperanza el temor que nos ocasiona y concediendo una mayor atención a las cosas de Dios y a la acción del Espíritu en nosotros, sin olvidar los asuntos temporales. Nuestra muerte debe ser esperada y preparada como el acto de amor supremo y de entrega total y confiada a Cristo. El haber bien vivido la vida hace al enfermo más sereno ante la cercanía de la muerte, lo mismo que cuando el enfermo se ha preparado con plena conciencia para el encuentro con Dios por la recepción de los sacramentos. Pero también el enfermo puede hasta el último momento aportarnos ayuda y afecto, por su calma y coraje para soportar los sufrimientos.
La familia es el lugar natural del ocaso de la vida. El enfermo necesita sobre todo cariño y afecto. Para ellos es muy importante la compañía de los seres queridos pues necesita sentirse querido y acompañado. Tenemos que saber «perder nuestro tiempo» con los enfermos graves. Sería muy de desear que las personas ancianas y las afectadas por una enfermedad crónica, puedan permanecer en sus hogares y reciban para ello en sus domicilios todas las ayudas que puedan necesitar. Conviene tener las cosas bien preparadas, con unos papeles y testamento muy claros, a fin de que las consecuencias de nuestro fallecimiento no sean motivos de desunión para nuestros familiares.
El informar sobre el próximo fallecimiento es un deber de los familiares cercanos, quienes han de hacerlo antes que el enfermo pierda la cabeza, ya que la muerte es algo de enorme importancia en nuestra existencia y por ello tenemos el derecho de ser informados sobre su proximidad, así como el deber de prepararnos a ella adecuadamente como cristianos que somos. Dios quiere que nos salvemos, pero no quiere forzarnos y respeta nuestra libertad si lo rechazamos. Es indiscutible que en ese momento no nos arrepentiremos de haber amado a Cristo, y sí de no haber sido mejores.
La muerte posee su dignidad. La fe en la resurrección cambia nuestra manera de ver la enfermedad y la muerte. Gracias a la fe el creyente descubre que la muerte es el paso, ciertamente difícil y doloroso de esta vida a la vida verdadera. La muerte de los seres queridos se transforma en esperanza de resurrección, pues donde desaparece la presencia carnal y afectiva, es posible descubrir otra presencia, porque el amor vivido en Dios crea un lazo de eternidad. Cuando alguien muere, es un hijo de Dios, una persona humana la que muere. Es indiscutible que todos vamos a tener que enfrentarnos con la muerte, pero como la existencia de cada uno de nosotros es limitada y frágil, nos consuela el pensamiento de que, por el alma espiritual, sobrevivimos incluso a la muerte. Además la fe nos abre a una «esperanza que no defrauda» (cf Rom 5,5), indicándonos la perspectiva de la resurrección final.
«En el cuidado del enfermo terminal es central el papel de la familia. En ella la persona se apoya en relaciones fuertes, viene apreciada por sí misma y no solo por su productividad o por el placer que pueda generar. En el cuidado es esencial que el enfermo no se sienta una carga, sino que tenga la cercanía y el aprecio de sus seres queridos. En esta misión, la familia necesita la ayuda y los medios adecuados». (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta «Samaritanus Bonus» V, 5, 14-VII-2020).
Recordemos que en el Credo profesamos nuestra fe «en la resurrección de la carne y en la vida eterna», vida eterna feliz, que sucederá cuando tras nuestra muerte se realice en nosotros la palabra del evangelio «entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21), ese Señor que ha venido a nosotros tantas veces en la Eucaristía y que supondrá nuestro encuentro definitivo con el Dios que es Amor. Si en esta vida hemos realizado el mandamiento del amor a Dios, al prójimo y a mí mismo, mi vida habrá estado llena de sentido y no tendré por qué temer ese encuentro con un Dios que me ama infinitamente y podré ir hacia Él lleno de paz y serenidad.
Pedro Trevijano, sacerdote