Fue su primera novela, y también su primer premio literario. El título es ya una declaración de intenciones: «La sombra del ciprés es alargada», precioso título para una de las novelas castellanas más reconocidas y premiadas. Miguel Delibes, nuestro gran escritor castellano, cuyo centenario de su nacimiento acabamos de rememorar, quiso ambientar en Ávila la historia de aquel niño llamado Pedro, joven adulto después, que fue confiado a la tutela de un maestro que marcará el horizonte del pequeño. Don Mateo Lesmes, el maestro, proyectará el pesimismo propio en la mirada del chaval, y esto determinará buena parte de su vida. Son los ojos prestados, que cuando se hacen deudores de un escepticismo voraz, acaban por eclipsar la luz más diáfana y hurtar los más vivos colores de la realidad que no sabe sólo de blancos, negros y grises.
Yo di mis primeros pasos sacerdotales en Ávila. Me emocionaba bajar desde el Mercado Chico callejeando hasta deambular la famosa calle Vallespín donde tiene lugar la novela, que aboca a uno de los lienzos sur de la ciudad amurallada. Inolvidables las tardes de otoño, con aquellos andurriales vacíos de gente, con la bruma de las horas vespertinas que rompía parcialmente la tenue luz de sus farolas románticas. Todo era silencio. Ni siquiera se escuchaban los ladridos de los canes. Y bajando o subiendo Vallespín, experimentabas los lances de una vida que permeaba del mundo que el viejo maestro dibujaba en la pizarra de la conciencia de un adolescente. El miedo, la inseguridad, la losa de la muerte como trasfondo de las cosas, llenando de aquel pesimismo proverbial lo que injustamente se imponía como si fuera esa visión quien hiciera las cuentas humildes con la humilde realidad. Y no, la vida no era así, aunque así la pintase la paleta de un educador enfadado con la vida. Porque tantas veces nos encontramos con una ventana torcida al lado peor de las cosas, creyendo que no cabe posibilidad alguna para asomarse a otro ventanal. Al final termina uno por resignarse pensando que no hay más horizonte que el de la bruma espesa, el silencio mudo, el vacío de belleza y de bondad.
En estos días de comienzo de noviembre, la sombra de nuestro ciprés sigue siendo muy alargada. Son sombras aciagas ante la impostura de una pandemia que siembra a diario la muerte en tantas personas, hiere a los contagiados que luego tendrán secuelas, mientras astilla a médicos y sanitarios y cuantos los ayudan de tantos modos, hasta la extenuación más dura. Medidas hay que tomarlas, incluso drásticas y audaces para intentar paliar y parar el mal que nos atenaza. Pero nadie debería ampararse en la sombra del ciprés de nuestros males, para imponerse impunemente con sus leyes ideológicas y sus formas mentirosas, confinando nuestros derechos y conculcando nuestra libertad. Mezclar la responsable ayuda y las urgentes medidas necesarias con un abusivo atrincheramiento fuera de todo control parlamentario durante meses, tiene ribetes de preocupante deslizamiento hacia formas tan poco democráticas que arriesgan en convertirse en dictatoriales. Bienvenidas las medidas inspiradas en el consejo de personas competentes por su saber científico, epidemiológico y de seguridad ciudadana, no en trágalas políticos y partidistas.
La sombra del ciprés es siempre alargada. Pero la enfermedad y la muerte no tienen la última palabra. Los cristianos no creemos en la vida larga, sino en la vida eterna. Y es la que en estos días primeros de noviembre recordamos mirando a todos los Santos y rezando por nuestros difuntos. Sabemos que nuestra vida está en las mejores manos, las de un Dios que nos tiene cerca, nos mira con ternura y a través de los cipreses cuela la esperanza disolviendo nuestras sombras.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo