A los pocos días de la muerte de Rayan, el niño fallecido por el trágico error de una enfermera en el Hospital Gregorio Marañón, Borja Montoro publicaba en el diario La Razón una viñeta gráfica, de esas que cuestionan nuestros presupuestos y ponen al descubierto nuestras hipocresías. El texto era el siguiente: “Si en lugar de haber muerto esta semana a causa de un dramático error, hubiese muerto hace un par de meses como consecuencia de un aborto, hoy nadie hablaría de esta pobre criatura”.
Ciertamente, ha sido llamativo comprobar cómo la opinión pública nacional llegó a estar conmocionada por aquel suceso fortuito, al mismo tiempo que continuaba sin mayores resistencias la tramitación política de una legislación que considera el acceso libre al aborto como un “derecho”.
Me permito también aducir como ejemplo otro suceso más lejano: En octubre de 1991 una niña de doce años, llamada Irene Villa, sufría junto a su madre un cruel y despiadado atentado de ETA, en el que perdió las dos piernas y tres dedos de una mano. El telediario del mediodía ofreció unas impactantes imágenes en las que Irene se intentaba levantar del suelo sin ser consciente todavía de que le faltaban las piernas. Aquellas imágenes conmocionaron la opinión pública, hasta el punto de que a las pocas horas, en lugares de notable connivencia con el terrorismo, se organizaron por primera vez, manifestaciones espontáneas contra la banda armada.
El influjo de aquellas imágenes había resultado más convincente que todos los discursos de condena de la actividad terrorista o, incluso, que los argumentos en favor de la dignidad de la vida humana… ¿Es que acaso, en los anteriores atentados terroristas, no se había derramado sangre o no se habían generado viudas y huérfanos? ¿Tendremos que reconocer, tal vez, que los argumentos racionales son incapaces de iluminar y cuestionar nuestras conciencias? ¿Tan inmaduros podemos llegar a ser, como para dejarnos dominar por nuestra emotividad -“ojos que no ven, corazón que no siente”-?
De la misma manera que el impacto de unas imágenes y su efecto emotivo pueden llevar a la opinión pública a posicionarse en defensa de unos valores éticos, también puede ocurrir -y de hecho ocurre- exactamente lo contrario. Nuestra cultura actual, calificada por muchos como de “pensamiento débil”, es fácilmente manipulable. ¡Es lo que ocurre cuando el sentimiento anula la razón!
Ciertamente, la cultura de hoy se caracteriza por una notable sobreexplotación del sentimentalismo, en detrimento del uso recto de la razón. Es más, no son pocas las personas que confunden los sentimientos generosos o altruistas con la pura emotividad, como si el hecho de conmoverse o emocionarse fuese sinónimo de tener una alta sensibilidad moral.
Es verdad que solemos calificar nuestra cultura como “racionalista”. Sin embargo, no queremos decir con ello que nuestra cultura utilice en exceso la razón… ¡ni mucho menos! El racionalismo de nuestros días considera verdadero sólo aquello que es experimentable y palpable, rechazando la apertura a la fe. En realidad, para que los términos no llamen a la confusión, quizás debiéramos designar a la cultura actual como “materialista” o “tecnologicista”, en lugar de racionalista.
La Iglesia compagina su discurso de fe, con el recurso continuo al discernimiento racional. Como reiteradamente está remarcando en su pontificado Benedicto XVI, una de las grandes tareas de la Iglesia es reclamar la razón. Más aún, algunos han designado la pastoral de Benedicto XVI como una “pastoral de la inteligencia”. En su última encíclica, “Caritas in Veritate”, el Papa hace afirmaciones como las siguientes: “Sin la verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo”, “La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal” (nº 3).
Ciertamente, a pesar de lo dicho hasta aquí, queda en pie la expresión de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”. Pero en nuestros días es necesario remarcar que no debemos confundir la emotividad con el afecto. El verdadero amor ha de ser afectuoso, pero no siempre emotivo. Y es que… ¡hay emociones que no construyen, y emociones que afianzan la afectividad en el amor! Solamente la razón será capaz de discernir entre ambas.