Una de las experiencias más gratas de ni vida es que tuve la inmensa suerte de participar como acomodador en las tres últimas sesiones del Concilio Vaticano II. Pocos días antes del final un obispo me preguntó: «¿Qué has sacado del Concilio?» Le contesté: «Un profundo amor a la Iglesia». Aparte de ello muchas experiencias personales y haber conocido a tantas personas extraordinarias, algunas de ellas ya en los altares. Pero también me marcó una frase de san Pablo VI cuando se despidió de nuestro grupo y nos dijo: «La tarea de vuestra vida va a ser predicar el Concilio». Y es que los documentos conciliares son Magisterio y Magisterio muy importante y tienen mucho que decirnos.
Sobre ello el cardenal Ratzinger en su libro «Informe sobre la fe» escribe: «Acerca de la importancia, la riqueza, la oportunidad y la necesidad de los grandes documentos del Vaticano II, nadie que sea y quiera seguir siendo católico puede alimentar dudas de ningún género»… «este hoy de la Iglesia son los documentos auténticos del Vaticano II. Sin reservas que los cercenen. Y sin arbitrariedades que los desfiguren».
El Concilio se ve amenazado por dos extremos: La corriente progresista, que lo considera completamente superado y la corriente conservadora extrema, que no se da cuenta que defender la verdadera Tradición de la Iglesia significa defender el Concilio.
Hoy la crisis de la Iglesia es en buena parte la crisis del Magisterio. Muchos cardenales, obispos y sacerdotes tratan de imponer su opinión personal como si fuera una certeza, con lo que crean confusión y desorientación. Pero aun así, el Magisterio de la Iglesia, detrás del cual, no nos olvidemos, está el Espíritu Santo, sigue siendo la garantía de la unidad de la fe. La fe es una realidad eclesial que Dios nos da y transmite a través de nuestra santa Madre la Iglesia, vehículo necesario para la evangelización. La fe acontece dentro de la comunidad de la Iglesia, porque es ahí donde Dios se revela y se deja encontrar.
Como dice el cardenal Sarah en su libro «Se hace tarde y anochece» la unidad de la Iglesia descansa sobre cuatro columnas: la oración, la doctrina católica, el amor a Pedro y la caridad mutua.
Sin la unión con Dios, manifestada por la oración y la frecuencia de los sacramentos, cualquier iniciativa para el fortalecimiento de la fe y de la Iglesia es inútil. Si queremos que Dios esté presente en nuestra vida y en la de la Iglesia lo primero que hay que hacer es nuestra conversión personal. Recuerdo que en cierta ocasión un sacerdote me contó que un colega le había dicho: «Yo no rezo, porque a los que rezan no se les nota». Me dijo: «Debí haberle contestado: pero a los que no rezan, sí se les nota».
La doctrina católica: Nos hemos ordenado como sacerdotes católicos y a los fieles no les interesa o no debiera interesarles demasiado sobre lo que yo piense sobre tal o cual asunto, sino su pregunta es. «¿Qué dice la Iglesia Católica sobre esto?» La fuente de nuestra unidad es la Revelación y el Magisterio de la Iglesia al servicio de esta Revelación.
El amor a Pedro: Cuando Jesucristo le dice a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18), quiere dejarnos una pista clara para que sepamos, entre la multitud de Iglesias cristianas, cuál es la que Él ha fundado. Se dice con razón: «Donde está Pedro, allí está la Iglesia».
Y por último la caridad mutua: cuando una persona descubre el valor de la oración, no es difícil que al cabo de un cierto tiempo, esa oración verdaderamente cristiana le lleve a servir más y mejor a los demás. Ojalá nos quedemos ahí, porque hay el peligro del activismo y por servir a los demás abandonemos la oración. Así, sin el apoyo de la gracia es fácil llegar a la última conclusión: «sirviendo a los demás, estoy haciendo el primo. Voy a servirme a mí mismo».
Pedro Trevijano, sacerdote