La belleza tiene su expresión más auténtica en la creatividad artística «porque es un producto del espíritu» (Hegel). Desde esta perspectiva, el arte, en su analogía estética, se convierte en irradiación del Espíritu de la Belleza en el mundo. De este modo, toda la belleza creada se nos ofrece gratuitamente como anticipo «de la belleza eterna del Dios Trinidad Amor» (Via pulchritudinis). En esta oferta, el resplandor de la forma nos cautiva para conducirnos a las profundidades del ser.
I
El hombre, como los demás seres de la creación, no solo tiene su forma propia en el mundo, sino que, a diferencia de los otros seres, es creador de formas bellas. La forma es ese elemento perceptible del ser que señala la integración de las partes en la unidad intencional del conjunto. Si la función de la creatividad artística es la aportación de formas, abiertas al más allá de sí mismas, la interpretación de las obras de arte nos señalará la senda de la trascendencia y del misterio. De ahí que, al servicio de la fe, el arte sea reflejo de la verdad, de la bondad y de la belleza de Dios al alcance de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad del hombre. Se indica así la facultad a la que se orienta cada uno de los trascendentales del ser: su verdad, su bondad y su belleza.
La iniciativa de Dios, de revelar su verdad, su amor y su gloria en la naturaleza y en la historia, establece una relación única entre Dios y el hombre, y entre el hombre como criatura y Dios su creador. La reflexión sobre la relación hombre-Dios asume, como punto de partida, el hecho religioso. Toda religión supone siempre la creencia en un Ser superior que, ante los interrogantes humanos, se proyecta como «el totalmente Otro». Esa realidad sobrecogedora, que irrumpe en la vida del individuo y del pueblo, se impone a la conciencia como respuesta al enigma humano. El hecho es que todos los pueblos, de todas las épocas y en todos los lugares, tuvieron sus dioses y sus representaciones en imágenes o símbolos visuales. Los antropólogos explican este fenómeno por una especie de instinto religioso que, por medio de la imagen, busca la forma de acercarse al Ser superior del que depende y al que, al mismo tiempo, necesita.
En las primeras culturas, cuando el hombre se enfrenta al misterio de su vida y se pregunta por la razón de su ser en el mundo, surgen las explicaciones mitológicas. En el mito se genera un conocimiento de extraordinaria importancia para la historia de la humanidad. El mito es una formalización de las intuiciones básicas del ser humano que quiere introducir lo trascendente en la anécdota cotidiana. Su discurso, en forma de relato, responde a una realidad arquetípica. En la obra Magia, ciencia y religión, Malinowski nos dice que «el mito cumple una indispensable función: expresa, da bríos y codifica el credo, salvaguarda y refuerza la moralidad, responde de la eficacia del ritual y contiene reglas prácticas para la guía del hombre».
En este camino de aproximación a la divinidad, la inspiración artística contribuye facilitando el encuentro del hombre con la forma absoluta de la verdad y de la belleza. El ser humano intuye que las manifestaciones artísticas nos sitúan ante una realidad más elevada y una existencia más verdadera. Los poetas, los artistas, y posteriormente los filósofos, fueron los encargados de interpretar el mundo como epifanía, como gracia y como don de la divinidad. Y en la medida en que ese don y esa gracia se refieren al descubrimiento de lo divino, se constituyen en una especie de revelación natural que justifica teológicamente la formalización iconográfica. En los pueblos extrabíblicos, el descubrimiento de la belleza y de la sacralidad se encargará de impulsar, por medio del arte, los presentimientos del misterio y de su proximidad.
Una de las civilizaciones más avanzadas y refinadas (considerada la madre de la nuestra) fue la cultura griega que, a través de la mitología, unificó la realidad del mundo con la perspectiva de lo divino. El tiempo propicio para que la belleza griega desvelase su profundidad objetiva se dio, históricamente, entre el período arcaico y la época clásica. Gracias a la visión unitaria al servicio del poder, fue posible organizar, desde el mundo mítico, la vida del individuo y de la sociedad: la política basada en la configuración de la «polis», y la religión para articular la vida cotidiana con el favor de los dioses protectores. La visión de lo divino adquirió, en aquellas expresiones una especie de forma plástica sacramental, identificable con la auténtica gracia histórica.
Pero la irrupción del discurso filosófico rompe la unidad de la tradición mítica. La belleza, domesticada por las exigencias del rigor clásico, queda imposibilitada para expresar la objetividad existencial. Este desequilibrio se manifiesta en el patetismo de la gran tragedia griega. La metafísica ya no pudo estructurar la realidad basándose en el soporte estético, porque el arte, sirviéndose del mundo de las apariencias, no podía alcanzar la objetividad profunda del ser, «sino tan sólo una cierta cosa que representa lo real, pero no lo es» (Platón). Sin embargo, a pesar de todo, se siguieron produciendo obras de gran belleza artística gracias a la energía de aquel inicio fecundante capaz de expresar en el mito la revelación de lo real.
Los grandes escultores de la época clásica consiguieron representar a los dioses con los cánones de la belleza formal sin identificarlos con su realidad personal. En tiempos de Policleto, de Mirón, de Fidias, o de Praxiteles, nadie creía que sus dioses tuvieran el aspecto que aparecía en sus representaciones. La gente tenía claro que las imágenes no eran el cuerpo del dios representado. Por eso, la identificación de una imagen con la persona real del dios viviente, sólo podía ser tenido por las gentes cultas como una guasa; y así se puede apreciar en esta sátira de Horacio: «En una ocasión, yo [me figuré que] era una higuera, madera que no sirve para nada. Cierto artesano, después de vacilar entre hacerme un asiento o un Príapo, al fin se decidió por el dios».
En realidad las imágenes del mundo clásico no habían sido hechas como medio de comunicación con los dioses, sino para dar información acerca de ellos. Sin embargo, existía una opinión generalizada de que, presentar ofrendas o sacrificios ante los ídolos, era algo agradable y placentero para el dios representado. Y cada divinidad, dentro de sus posibilidades, podía mostrar su beneplácito a través de la imagen. Esta podría ser la razón de que las prácticas teúrgicas (por las que se pretendía influir en la divinidad) se mantuvieran durante tanto tiempo.
Las formas de veneración se fueron perfilando en diversas etapas históricas. Y cuando los griegos llegaron a un alto nivel de civilización, las imágenes solían ser grabadas, fundidas o talladas a semejanza del hombre. También había otras representaciones informes (sin una forma concreta), pero estos objetos anicónicos que se veneraban eran escasos, y se consideraban residuos de una etapa cultural ya superada.
II
Las religiones monoteístas siempre fueron reacias a fabricar imágenes del Dios único, verdadero y espiritual. Los judíos, consideraban el progreso en la representación de los dioses como un refinamiento de la impiedad; por eso ―leemos en la Biblia― «lo detesta Yahvé tu Dios» (Dt 16,21; 17,1-5). Sin embargo, los mismos hebreos, igual que los de otras religiones afines, no ponían objeción al culto de ciertos objetos anicónicos como el Arca de la Alianza o las Tablas de la Ley, a las que consideraban cargadas de una virtud supranatural. Y lo mismo sucedió en el Islám con el culto a la Piedra Negra de la Meca, que también forma parte de este tipo de culto anicónico.
Algunos de estos objetos informes continuaron su tradición cultual en la época grecorromana, como es el caso de Thespias, de Lindos en la isla de Rodas, de Esparta o de Acaya donde, al lado de las esculturas clásicas, se veneraban bloques informes de piedra o de madera. El apologista Arnobio, recordando los años anteriores a su conversión, dice que cada vez que veía una roca procedente de un meteorito negro, lo adoraba y pretendía beneficios «como si hubiera alguna fuerza presente en ella». Se ve que, en principio, lo que se solía pensar no es que esos objetos fueran personas animadas, sino lugar de presencia de fuerzas ocultas.
Con respecto a las prácticas cultuales, tenemos noticia de que había en Pelene una imagen de Artemisa que se mantenía oculta la mayor parte del tiempo. Sólo en determinados días del año, la sacerdotisa de la diosa la sacaba en procesión: «Nadie podía mirar directamente a la imagen, porque sus ojos causaban terror y volvían estériles a los árboles» (Plutarco). El relato nos da una idea del respeto y temor que las imágenes paganas imponían en el ámbito religioso por su influencia maléfica o benéfica en los acontecimientos de la vida.
El contacto del cristianismo con estas creencias, principalmente por medio de los conversos del paganismo, facilitará el camino hacia una sensibilidad de veneración y aprecio hacia las imágenes cristianas. En el momento privilegiado en que el arte pagano se encuentra con la revelación bíblica y con el mensaje cristiano, se produce el milagro histórico de las grandes basílicas y de las primeras imágenes paleocristianas. «La sabiduría de la belleza griega queda así asumida y superada: la armonía de las formas es la clave, mas el movimiento de trascendencia que la recorre ―que se abre sobre el abismo del acto creador― lleva mucho más allá de una belleza mundana» (Via pulchritudinis). Aquella fuerza capaz de expresarse de forma indeciblemente precaria en la mitología pagana, entra en trance de eternizarse con las energías vigorosas del evangelio.
Por su carácter de acontecimiento inherente al arte, las imágenes de los dioses también pueden evocar, en cierto modo, la epifanía de lo divino que se revela en la naturaleza y en la historia de los hombres. Las formas humanas y mundanas, dispersas en las antiguas creencias, se integran en la revelación definitiva de Cristo para establecer una relación nueva entre el arte de los mitos y la predicación del mensaje evangélico.
Es entonces cuando el mito de Orfeo pasa a simbolizar la belleza atractiva de la doctrina de Cristo. Los atributos y los siete rayos de luz, sobre la cabeza nimbada de Apolo, evocan la imagen de Cristo, luz del mundo. Y el Salvador, rodeado de su séquito celeste, asume, de manera directa, el papel de las esencias superiores del cosmos. Por parte de la estética cristiana «no existe ninguna razón en contra para que, de la forma de la revelación, pueda descender una luz clarificadora y conductora sobre las formas significativas y, en general, alusivas al arte» (H. U. von Balthasar).
La creación, que no estará concluida hasta que el designio de Dios alcance su total cumplimiento, convierte la fecundidad artística en una cooperación a la «creatio continua» subsumida en la noción bíblica de la fidelidad de Dios a su obra creadora. Además de ser conforme a los designios del Creador, la acción del artista en el mundo se ordena, igualmente, a la realización del hombre, «pues éste ―como dice el concilio Vaticano II― con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo» (GS III,35).
La antropología cristiana presenta al hombre creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gén 1,27) y destinado recibir la revelación. Por eso, todo lo que podemos saber acerca del hombre, los sabemos a través de Jesús, plenitud de la revelación, el arquetipo y el primero en el designio de Dios (Rom 5,12ss). Si por el impulso recibido de Dios todo camina hacia Cristo, la belleza y el arte anteriores a la venida de Cristo, llevan el germen de la estética cristiana. Pero por la revelación sabemos que la voluntad soberana de Dios no podía quedarse anclada en la energía prepotente del mito; porque el proceso de proximidad entre Dios y el hombre se realizó ya, plenamente, en la forma histórica de Jesús de Nazaret.
Los destellos de la resurrección de Cristo iluminan a los fieles que despliegan, en las imágenes cristianas, el esplendor de la belleza de la revelación y de la creatividad artística. La belleza divina y la sensibilidad humana iluminada por la fe, son los presupuestos para reconocer, en las imágenes sagradas, una presencia misteriosa que, en la vitalidad de la Iglesia, propiciará el paso definitivo al culto iconográfico.
Jesús Casás Otero, sacerdote