En el evangelio de San Mateo 5,13-16, Jesucristo llama a sus discípulos «sal de la tierra» y «luz del mundo», con lo que está claro que pone su confianza en nosotros y desea que seamos sus colaboradores en la tarea de mejorar el mundo.
Pero la palabra ‘luz’ evoca inmediatamente en contraposición la palabra ‘tinieblas’. Sobre ellas encontramos en el Prólogo del evangelio de San Juan esta afirmación: «la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no lo recibió» (1,5). Jesús se presenta a sí mismo diciendo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12), así como «Dios es luz y no hay en Él tiniebla alguna» (1 Jn 1,5).
Pero si no seguimos a Jesús y le rechazamos, optando por las tinieblas, éstas son las consecuencias: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo porque es mentiroso y padre de la mentira». Y el Concilio Vaticano II expresa claramente la relación entre el demonio y el poder de las tinieblas: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final (cf. Mt 24,13; 13,24-30 y 36-43)» (GS nº 37). Por ello «toda la vida humana, la personal y la colectiva, se ‘presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (GS nº 13).
Pero ¿cómo se presenta hoy esta lucha? Es evidente que en muchos frentes, tantos, podríamos decir, como aspectos tiene la vida humana actual. Pero voy a tomar como punto de partida la frase de la ministro de ¿Educación?, Isabel Celaá, cuando dijo aquello que «no podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres». Con esta frase la ministro nos recuerda que uno de los grandes campos de batalla no es sólo la educación, sino sobre todo la familia.
El matrimonio y la familia arrancan naturalmente de la tendencia al amor y perfeccionamiento mutuo que instintivamente sienten entre sí el hombre y la mujer. El matrimonio no es una unión cualquiera entre dos personas, sino que ha sido fundado por el Creador, que lo ha dotado de naturaleza propia, con propiedades y finalidades esenciales. Es por ello de institución divina porque las exigencias de la naturaleza humana se fundan en la voluntad de Dios. Se realiza entre ellos una unión estable y profunda en la que se efectúa el «vendrán a ser una sola carne» (Gén 2,24), cosa que se realiza en los hijos, cuya carne es fruto de ambos, en una unión indisoluble. Es además la familia el lugar ideal para vivir y satisfacer la mayor de nuestras necesidades, la necesidad de amor y afecto.
Pero precisamente porque «Dios es Amor» (1 Jn 4,8), el Demonio quiere destruir en nosotros todo vestigio de Dios, y el principal que tenemos es el amor. Además la familia es una institución intermedia entre nosotros y el Estado, que nos proporciona afecto, amor, cobijo y estabilidad, por lo que dificulta e impide que el Estado pueda manipular directamente a las personas, ya que el individuo aislado o formando parejas sumamente inestables, con muy pocos o ningún hijo, carece de agarraderos y puntos de referencia. Por ello la abolición de la familia, sería un paso muy importante para el pleno dominio del mundo de los poderosos sin escrúpulos como Soros, los Rockefeller y el Nuevo Orden Mundial, y es que una democracia sin valores es un totalitarismo visible o encubierto. En nuestro país recordemos el detalle que una de las primerísimas personas que Sánchez recibió fue Soros.
Para el Demonio, en su lucha contra Dios, la abolición de la familia sería un gran éxito, porque reduciría drásticamente nuestra posibilidad y capacidad de amar. El Demonio sabe perfectamente que las familias cristianas son el futuro y la esperanza de la Iglesia. Por ello las leyes que el Demonio y sus secuaces tratan de imponernos, como el aborto, el matrimonio homosexual, la eutanasia, el divorcio exprés, la ausencia de toda norma de moralidad en la sexualidad, el dinero público no es de nadie, en un conflicto entre un hombre y una mujer la razón la tiene la mujer sí o sí, la injusticia en favor de los míos, la no libertad de educación, el saltarse las leyes cuando me conviene, son realidades profundamente antifamiliares, anticristianas y anticatólicas. Pero no podemos perder la esperanza, porque como escribió el cardenal Van Tuan: «El cristiano es una luz que brilla en las tinieblas, la sal de la vida para el mundo que no tiene sabor, la esperanza en medio de una humanidad que ha perdido la esperanza» (Sembradores de esperanza nº 949).
Pedro Trevijano, sacerdote