El martes de esta semana el evangelio ha sido el del tributo al César, que contiene la famosa frase: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12,13-17; Mt 22,23-33; Lc 20,20-26).
Al César lo que es del César. Como se nos dice en estos evangelios, enviaron a Jesús espías fariseos y herodianos para cazarle con esta pregunta: «¿Es lícito pagar al César impuestos o no?» Si respondía que sí, era un colaboracionista y un mal judío, y si decía que no, era un rebelde. Al dar esta contestación Jesús nos señala que los derechos de Dios están por encima de los derechos del César y con ello Jesús consagra la autonomía de las cosas temporales, pero ¡cuidado!, no su independencia. En efecto, el orden temporal no puede contradecir a los derechos de Dios y además debe estar al servicio del Bien Común, «que es la suma de aquellas condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección, y consiste sobre todo en el respeto de los derechos y deberes de la persona humana» (Concilio Vaticano II, Declaración «·Dignitatis Humanae» nº 6). Es decir los Mandamientos y los preceptos de la Ley Natural, siguen estando en vigor, incluso en el orden temporal.
En este punto, recuerdo que cuando era seminarista, me contaron lo siguiente: cuando los nazis subieron al poder en Alemania, un grupo de jueces católicos consultaron este problema a la Santa Sede: «¿Podemos aplicar las leyes nazis, que son radicalmente injustas?» La contestación que recibieron fue ésta: «Sí, incluso es conveniente que lo hagan, porque Ustedes intentarán que la sentencia sea lo menos injusta posible, y eso para la víctima es preferible, y no que la sentencia la dicte un juez fanático nazi. Pero hay un punto que jamás deben Ustedes traspasar: condenar a muerte a un inocente. Antes que eso, el martirio».
Ahora bien, en estos momentos hay dos leyes injustas que traspasan este límite: las leyes del aborto y la eutanasia, y otras que van contra nuestra Constitución, al violar los derechos humanos que nuestra Constitución protege en su artículo 10-2. Son leyes ilegales, aunque nuestros Tribunales, incluido el Constitucional, como sucede en el vergonzoso caso del silencio de éste ante la Ley del Aborto, ni siquiera se pronuncien. Los católicos, y creo que todos los cristianos, hemos de recordar la frase que por dos veces encontramos en Hechos de los Apóstoles; «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (4,19 y 5,29).
El código de Derecho Canónico nos dice en su canon 915: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión… los que obstinadamente persisten en un manifiesto pecado grave». Y la Exhortación Apostólica de Benedicto XVI dice en su número 83: «Es importante notar lo que los Padres sinodales han denominado coherencia eucarística, a la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En efecto, el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1 Co 11,27-29). Los Obispos han de llamar constantemente la atención sobre estos valores. Ello es parte de su responsabilidad para con la grey que se les ha confiado». Pienso que son afirmaciones suficientemente claras.
A Dios lo que es de Dios. ¿Qué pretende Dios de nosotros? Nos encontramos con un Dios que nos ama y que quiere que participemos en el misterio de su amor. «En cuanto a nosotros amemos a Dios, porque Él nos amó primero»(1 Jn 4,19). Él quiere transformarnos en hijos de Dios y consecuentemente en hermanos entre nosotros. Para San Pablo somos hijos de Dios por adopción (Gal 4,4-7; Rom 8,14-17; Ef 1,5), mientras que San Pedro nos dice que somos consortes de la naturaleza divina (2 P 1,4) y santificados por el Espíritu Santo (1 P 1,2). Desde su predicación inaugural Jesús nos dice: «Convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,14) y espera por parte nuestra la aceptación de su oferta de amor y amistad, a fin que participemos en el amor existente entre las Personas divinas. En una palabra quiere divinizarnos. Dios nos da mucho más de lo que nosotros podemos darle.
Pedro Trevijano