Sin él, ni Europa ni el mundo como lo conocemos serían lo mismo. Por eso es absolutamente ignorado. Ésta es una de las razones que me llevan a pensar que Europa está perdida: el desagradecimiento. Hoy, 11 de julio, en el calendario católico se homenajea a San Benito.
Uno de mis deslumbramientos intelectuales ocurrió con la lectura de la Regla de San Benito, que compré hace unos años, según creo recordar, en el monasterio de Nuestra Señora de Montserrat, en la calle de San Bernardo de Madrid o en el convento femenino de la acera de enfrente. (El convento lo fundó el rey Felipe IV para acoger a los monjes del monasterio catalán que habían sido expulsados por los rebeldes y en la guerra del 36 fue arrasado por las fuerzas de la cultura.)
Esperaba un libro de contenido místico y me encontré que, junto a su religiosidad, San Benito era un hombre conocedor de sus semejantes y muy práctico. Su regla contiene todo tipo de consejos y normas para organizar la vida interna de los monasterios, así como un avezado conocimiento del carácter humano y de sus debilidades.
Si esta regla hubiese sido escrita por un monje budista sería enseñada con reverencia y asombro hasta en las escuelas de negocios, como lo son El Arte de la Prudencia y el Arte de la Guerra, pero como la redactó un santo...
Por ejemplo, el examen de ingreso que fija San Benito en el siglo VI es el siguiente:
No se reciba fácilmente al que recién llega para ingresar a la vida monástica, sino que, como dice el Apóstol, "prueben los espíritus para ver si son de Dios". Por lo tanto, si el que viene persevera llamando, y parece soportar con paciencia, durante cuatro o cinco días, las injurias que se le hacen y la dilación de su ingreso, y persiste en su petición, permítasele entrar, y esté en la hospedería unos pocos días.
¡Si esto lo hubiese propuesto Confucio cómo se derretirían nuestros eruditos a la violeta y esnobs! "¡Qué sagaz!", "¡qué adelantado!", "lo voy a poner en práctica con quienes me pidan un aumento de sueldo".
Basados en la regla, se construyeron cientos de monasterios benedictinos en los siglos siguientes. Quienes creen que la vida cristiana debe implicar el abandono del mundo (sean de un extremo o del otro), encuentran en los benedictinos unos hombres (y mujeres) prácticos, que dedican su tiempo no sólo a la oración y al culto a Dios, sino, también, al trabajo, a la investigación y al prójimo. Esas comunidades reciben a los viajeros y los peregrinos; son escuelas; se convierten en fábricas y centros de investigación. En los monasterios se cruza el ganado, se hacen piscifactorías, se trabaja el hierro y el cuero, se estudia las estrellas, se copian manuscritos, se construyen relojes, se lleva la contabilidad... Y todos los años, ya en la Baja Edad Media, los priores se reunían para intercambiar ideas y descubrimientos... y para rezar y cantar.
Con estas maravillas acabaron, primero en el norte de Europa, los luteranos, anglicanos y calvinistas en el siglo XVI y luego, en el Sur, los revolucionarios franceses y los ejércitos napoleónicos en el XVIII.
Os recomiendo muy sinceramente que leáis la Regla, siquiera para que conozcáis la civilización de la que sois parte. Y este libro.
Y para acabar, un poema de Juan Ramón Jiménez sobre Dios presentado por Enrique García-Máiquez.
Partimos de Dios/ en busca de Dios,/ sin saber qué buscamos...
Pedro Fernández Barbadillo