Mientras cunde por todas partes la angustia y el desconcierto, el miedo y la ansiedad, el verdadero creyente se sabe anclado en la roca inamovible de la confianza en Dios: he aquí el antivirus definitivo.
La Palabra de Dios es clara: «En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rom 8,28). Esto tiene un nombre en nuestra fe cristiana: PROVIDENCIA.
Una cosa es clara: Dios no produce el mal. Pero no es menos cierto que interviene en todo para producir el bien. Dios es providente no solo cuando la vida nos sonríe. De hecho, Dios saca bienes incluso de los males. También de esta epidemia que azota al mundo entero.
Pueden ocurrir tres cosas (llamémoslas por su nombre, sin tapujos):
- Que no nos contagiemos. La Providencia de Dios actuará preservándonos. Pero no basta con que salgamos ilesos. Dios quiere hacernos crecer espiritualmente con ocasión de esta pandemia. Como en el ciego de nacimiento, todo esto es permitido por Dios «para que se manifiesten las obras de Dios» (Jn 9,3).
- Que nos contagiemos y curemos. Como en el caso de Lázaro, Jesús nos asegura: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,4). La enfermedad puede hacerte más humilde, más consciente de que dependes de Dios, más apoyado en Él…
- Que nos contagiemos y muramos. Nuestro mundo no quiere hablar de la muerte; es una palabra tabú. Pero Cristo ha desactivado el poder destructor de la muerte: «Deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor» (Fil 1,23). Si ha llegado nuestra hora, aceptemos de buena gana la muerte, como un acto de obediencia a Dios, entregando voluntariamente nuestra vida, como Jesús (Jn 10,17-18).
En cualquiera de los casos posibles, el creyente vive gozosamente confiado en Dios. Como reza la Iglesia en su liturgia: «Señor, nos acogemos confiadamente a tu Providencia, que nunca se equivoca…»
Julio Alonso Ampuero