Resulta ilustrativo del escenario actual pandémico, de la fragilidad y la conciencia de la finitud humana lo que reflejó Munch en su cuadro «El Grito», pintado en 1893. El autor desvela la situación anímica en la que se encontraba, y que le llevó a engendrarlo: «Una noche anduve por un camino. Abajo estaba la ciudad y el fiordo. Me sentía cansado y enfermo. Me quedé mirando el fiordo cuando el sol se iba poniendo. Las nubes se empaparon de rojo sangre. Sentí como un grito a través de la naturaleza ¡Creí escuchar el grito! Pinté ese cuadro con las nubes de verdadera sangre. Los colores chillaban (...). Yo seguí el camino con los amigos. Se puso el sol y el cielo se volvió rojo sangre. Sentía como un soplo de tristeza; me detuve apoyado en la baranda, mortalmente cansado. Por encima de la ciudad y del fiordo flotaban nubes de sangre como lenguas de fuego..., mis amigos siguieron sus caminos; yo me quedé temblando de angustia. Me parecía oír el grito inmenso, infinito, de la naturaleza».
Además de evocador, el cuadro de Munch se nos antoja altamente significativo por la importancia de educar en la vulnerabilidad humana. La identidad humana y su excelencia van unidas precisamente a su desvalimiento biológico. Es necesario cobrar conciencia de la conexión entre dependencia propia de la condición de criatura y dignidad humana, tal como señaló oportunamente Franz Kafka: «Vivimos como si fuéramos los únicos dueños. Eso nos convierte en esclavos». El gran reto del ser humano es enfrentarse a las situaciones límite con sabiduría y fortaleza, tomándolas como ocasión de sobreponerse, dando testimonio de sentido de la vida, del amor y de sensibilidad ante el dolor ajeno. La serenidad ante lo inevitable es la otra cara de la fortaleza, del coraje, para cambiar lo evitable. La no aceptación de la realidad humana hace que el hombre forje un futuro utópico, puramente material, que le transporta fuera de los cauces humanos, incluso programando su propio exterminio.
El grotesco presagio de Elisabeth Merino, concejal de Somos Lanzarote en el Ayuntamiento de Arrecife, manifestando que el virus era un aviso de la naturaleza por estar llenando la Tierra de ancianos es sólo una parodia de mal gusto ante el verdadero drama de una sociedad que no vacila en ejecutar un juicio discriminatorio sobre los que por naturaleza se encuentran en el «instante final» de la vida.
El principio de justicia, comprendido como el deber de asistir con «igualdad de consideración y respeto» implica que la persona mayor es igual a cualquier otro ser humano en dignidad y debe ser tratado acorde con sus derechos.
El imperativo de la equidad genera dilemas que tienen que ver con la escasez de recursos. En estos días de demutatio coronavírica, días para un verdadero esfuerzo moral de los hombres, aparece con relativa frecuencia el dilema de la última cama. Lo explicaba un médico de cuidados intensivos de un hospital de Madrid: «Ya estamos haciendo triage, como en la guerra, si no hay camas en la UCI no se la das al más grave, sino a quien tiene más posibilidades de sobrevivir. Por ejemplo, un mayor de 80 años, con un cuadro complejo, frente a alguien más joven se queda fuera». No entiendo la inmunidad del personal sanitario ante esta prevalente actitud cultural de arrumbamiento de la vejez y su curiosa actitud de «desinterés» por la ancianidad.
Es un deber ético no discriminar a nadie por motivo de edad o por tener un «cuadro complejo». La pretensión de adoptar el criterio de la edad como condición para el ahorro de recursos o como factor de discriminación ante cualquier emergencia sanitaria es el enfoque de Daniel Callahan en Poner límites, los fines de la Medicina en una sociedad que envejece, una obra que preconiza el que para establecer las prioridades sanitarias de una sociedad primero habría que garantizar que todos los jóvenes «tengan el derecho» a llegar a ser viejos. Sólo después de asegurado tal derecho -piensa Callahan-, se debería atender las necesidades de los viejos.
Este modelo utilitarista donde se considera justo limitar el uso de la tecnología médica en los ancianos se encuentra en las antípodas de cuanto la sociedad y los problemas sobrevenidos precisan. En una sociedad solidaria, los jóvenes deben aprender que han sido educados y mantenidos por los mayores, teniendo ahora el derecho de recibir la atención que merece el beneficio de sus aportaciones vitales. La sociedad tiene la obligación de retribuir a los mayores su inmensa atención al cuidado de las familias y de los hijos, su impagable contribución a la comunidad humana: conservar la vida como un bien preciado sin discriminar ciertas calidades de vidas como preferibles a otras. La dignidad de la persona humana no admite la forma de balancearse por la edad, la clase social o la condición ideológica. Siempre será injustificable que la persona mayor, por el hecho mismo de serlo, se vea privada de una determinada terapia o medicación cuando la necesita.
Decía Aristóteles que lo que compadecemos en otro es lo que tememos que podría ocurrirnos a nosotros mismos. Y puesto que la compasión exige percibir la propia vulnerabilidad y la semejanza con el que sufre, compasión y temor se experimentan casi siempre juntos. La desgracia del otro puede sobrevenirnos a nosotros. Reaccionar con pasión y temor es algo valioso, un reconocimiento de valores prácticos y de nosotros mismos. En el momento más tenebroso de la Antígona, hace su aparición un ciego conducido por un niño. Este hombre, a pesar de su ceguera, no está inmovilizado, sino que camina; el niño, aunque dependiente, no llora pasivamente sino que es activo. Ninguno se encuentra solo en un mundo hostil; ambos gozan de la compañía de un amigo en quien confiar. De esa comunidad de respuesta, brota la posibilidad de la acción. El muchacho sostiene el cuerpo del anciano; éste compensa las deficiencias del intelecto inmaduro de su acompañante. Sólo esa ayuda recíproca, sin fronteras de edades, posibilita hacer un camino común y esperanzado. La dignidad humana no debe cifrarse en ningún caso en la edad.
Roberto Esteban Duque