Vivimos en un mundo globalizado y las comunicaciones hacen que todo sea más fácil traer y llevar, conocer cosas en tiempo real y estar asomados a lo que sucede en las antípodas. Y esto implica factores positivos y negativos, para bien y para mal. Entre estos últimos, venimos asistiendo desde hace años a una serie de pandemias que recuerdan a las pestes que asolaron a la humanidad en los siglos pasados. Hemos debido reaccionar ante el sida, ante el ébola, y ahora estamos ante esta nueva epidemia del coronavirus.
Toda la comunidad internacional está implicada en el atajo de esta enfermedad contagiosa y en su prevención razonable. También nuestras autoridades sanitarias nos van dando información y algunas indicaciones, que hemos de observar e incorporar para evitar males mayores y que se expanda. A ello nos atenemos y es lo que hemos de secundar.
Pero me ha parecido interesante y ponderada la reflexión que ha hecho un buen hermano obispo de la Diócesis francesa de Ars-Belley, Mons. Pascal Roland. Es de lo más sensato que he podido leer en estos últimos días.
Dice este Obispo que más que a la epidemia de coronavirus, debemos temer a la epidemia del miedo. Y no tiene la intención de emitir instrucciones específicas para su diócesis: ¿los cristianos dejarán de reunirse para rezar? ¿Renunciarán a tratar y a ayudar a sus semejantes? Aparte de las precauciones elementales que todos toman espontáneamente para no contaminar a otros cuando están enfermos, no hay que agregar más.
Recuerda que en situaciones mucho más serias como las grandes plagas, cuando los medios sanitarios no eran los de hoy, en las poblaciones cristianas se hicieron oraciones colectivas rezando a Dios, y se organizaron para ayudar a los enfermos, asistir a los moribundos y sepultar a los fallecidos. Los discípulos de Cristo no se apartaron de Dios ni se escondieron de sus semejantes, sino todo lo contrario. ¿El pánico colectivo que estamos presenciando hoy no revela nuestra relación distorsionada con la muerte? ¿No manifiesta la ansiedad que provoca la pérdida de Dios? Queremos censurar que somos mortales y, al cerrarnos a la dimensión espiritual de nuestro ser, perdemos terreno. Disponiendo de técnicas cada vez más sofisticadas y más eficientes, pretendemos dominarlo todo olvidando que no somos los señores de la vida.
Añade unos datos que pueden ser ilustrativos: no podemos perder la cabeza ni vivir de la mentira. Dice así: ¿Por qué de repente enfocamos nuestra atención sólo en el coronavirus? ¿Por qué ignorar que cada año en Francia, la banal gripe estacional afecta a entre 2 y 6 millones de personas y causa alrededor de 8000 muertes? También parece que olvidamos de nuestra memoria colectiva que el alcohol es responsable de 41000 muertes por año, y que se estima en 73000 las provocadas por el tabaco.
Concluye con una reflexión netamente cristiana: recuerda que un cristiano no se pertenece a sí mismo, su vida debe ofrecerse, porque sigue a Jesús, quien enseña: «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Ciertamente, no se expone indebidamente, pero tampoco trata de preservarse. Siguiendo a su Maestro y Señor crucificado, el cristiano aprende a entregarse generosamente al servicio de sus hermanos más frágiles, con miras a la vida eterna.
A mí me ha ayudado la reflexión de este Obispo francés. Pongamos los medios prudentes que nos van indicando las autoridades sanitarias para prevenir y atajar esta epidemia, pero con una visión sensata y cristiana de las cosas, sin obsesionarnos desmedidamente. Abordemos la epidemia del coronavirus, pero no cedamos ante la epidemia de miedo. Como diría el Papa Francisco: ¡no os dejéis robar la esperanza!
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo