Qué maravilla de la gracia de Dios. Pró-Logo en tantas cosas del Logos divino encarnado...
Un ángel del cielo, Gabriel, anuncia su nacimiento a sus padres y les da su nombre, Juan. Igual Jesús. Nace Juan de una anciana estéril, y Jesús de una virgen. Ambos por obra del Espíritu Santo.
Y dice el ángel que Juan alegrará a muchos con su nacimiento y que será lleno del Espíritu Santo. Puro evangelio, buena noticia. Pró-Logo del Logos. Su padre Zacarías canta el Benedictus y la mamá de Jesús canta el Magnificat. Ahí tienen. Y la Iglesia no se cansa de rezar esos himnos en Laudes y Vísperas.
La Virgen se apresura en viajar donde Isabel para ayudarle en su parto. Isabel oye el saludo de María y se llena con eso del Espíritu Santo, mientras que el Juan no nacido se estremece de alegría en el seno de su madre y queda santificado, exento totalmente del pecado original. El único santo cuyo nacimiento es celebrado en la sagrada Liturgia de la Santa Iglesia. Pró-logo del Logos encarnado. Nace santo.
Es el ahijado de la Virgen, ella es su madrina, al nacer lo toma en sus brazos con inmenso amor. (Imagínense ustedes: ¡el recién nacido Juan, en brazos de la santísima Virgen María!). Primero fue la Virgen madrina de este ahijado, y después fue madre de su Hijo divino-humano. Prólogo del Logos.
Precursor de Cristo en el celibato y en la pobreza, valores que solo serán apreciados a la luz de Cristo, en la plenitud de los tiempos, en el Evangelio. Es Juan quien reúne para Jesús un grupo de discípulos. Con una humildad total confiesa que «él debe menguar, y que Jesús debe crecer», y que su bautismo es apenas nada comparado con el bautismo de fuego que trae Jesús. Y que él no vale ni para ayudarle a calzarse.
Es precursor de Cristo llamando a los pecadores urgentemente a la conversión. Los evangelistas ponen las mismas palabras tanto en el comienzo de la predicación de Juan como en la de Jesús: «Arrepentíos, porque el Reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; Mc 1,15). Comienzan igual su predicación. Con las mismas palabras. Prólogo del Logos.
Juan es precursor de Cristo dando en el mundo testimonio de la verdad. De una verdad que para los hombres es vida, y para él causa de muerte. «No te es lícito tener la mujer de tu hermano», le dice al rey. Aquella tropa de letrados y fariseos que pagaba el diezmo de la menta y del comino, que colaba un mosquito y se tragaba un camello, que le contaba los pelos a un conejo y no distinguía un toro de una vaca, eran lo suficientemente prudentes como para no decir al pueblo una verdad, que pudiera traerles cárcel y muerte. No, ellos, hombres santos, pensando sobre todo en el bien del pueblo, debían conservarse vivos, sanos, fuertes, para poder seguir iluminando a la gente con sus enseñanzas y ejemplos de observancia.
Juan era católico, no era semipelagiano. Si hubiera sido semipelagiano, se hubiera hecho el siguiente silogismo teológico: «Las obras buenas proceden en parte de Dios y en parte del hombre. Debemos, pues, proteger bien sana y fuerte la parte humana para poder co-laborar con Dios. Ahora bien, si yo le digo al Rey “no te es lícito tener la mujer de tu hermano”, seguro que me corta el pescuezo, es decir, seguro que destroza mi parte humana. Pero si me corta la cabeza, entonces ya no puedo seguir predicando, ya no puedo servir al Señor y a su pueblo en el ministerio profético. Por tanto, por amor a Dios y a mi pueblo, por fidelidad a mi vocación de profeta, debo callarme. Y me callo».
Pero Juan, ya digo, como Jesús, era católico, no semipelagiano. Él pensaba que «es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Y estaba convencido de que como profeta era su deber obedecer a Dios aunque esa obediencia machucara totalmente su parte humana, «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (2,8). Él sabía muy bien que la santidad está en hacer todo, solo y aquello exactamente que Dios quiere hacer en nosotros. Y si se rompe en ello la parte humana, pues da igual. Prólogo también en esto del Logos encarnado.
Comprueben, por favor, si Juan era católico, y no pelagiano o semipelagiano, recordando que fue capaz de decir esta frase maravillosamente verdadera: «No debe el hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27). Es una formidable afirmación de la primacía de la gracia: hacer todo, solo y aquello que Dios va dando hacer al hombre. Una frase que una mentalidad católica, con más agujeros semipelagianos que un queso de Gruyère, ignora en forma sistemática, y nunca cita. Y es una frase re-católica, digna del mismo Cristo: «Yo no hago nada por mi propia cuenta», «el Padre, que mora en mí, Él hace [en mí] sus obras» (Jn 14,10-11). Ya ven, pues, que Juan era católico, como había de serlo Jesús. Prólogo del Logos.
Pero vamos a lo máximo: Juan precursor de Cristo en el martirio. Prólogo del Logos precisamente por atreverse a «dar testimonio de la verdad» ante el rey, ante el mundo (Jn 18,37). Esto es lo que el Padre de la Mentira no puede tolerar. Dar testimonio de la verdad es lo más peligroso que puede hacerse en este mundo, y lo más liberador y santificante para el hombre: «Padre, santifícalos en la verdad» (Jn 17,17). Pero como digo, es algo tremendamente peligroso. Casi suicida. Por eso la cabeza de Juan acaba en una bandeja, y Cristo colgando exánime de una cruz ignominiosa. Prólogo del Logos.
¿Y qué habían salido ustedes a ver en el desierto, «una caña agitada por cualquier viento»?
San Juan Bautista, «el mayor de los nacidos de mujer», ruega por nosotros.
José María Iraburu, sacerdote