El 12 de septiembre pasado, la edición de El Día, el matutino platense, incluía una nota en la que se registraba el éxito de ventas, en librerías de la ciudad, de obras sobre perspectiva de género y diversidad sexual. Recorriendo varias de aquellas comprobé que efectivamente tal es la situación. Vacilé un tanto para elegir, ante una mesa bien surtida, porque mi bolsillo no resistía más que un ejemplar. Me decidí por un libro de Luciana Peker; por delicadeza o escrúpulo no me animo a citar el título, que es, por cierto, bien expresivo.
El texto tiene 367 páginas; leí cuidadosamente, tomando notas, hasta la 120, el resto a los saltos. Ya era suficiente, pues aun en ese primer tramo se repiten de continuo los mismos argumentos. En las últimas páginas se exhibe una lista de referencias bibliográficas calificada como Notas Académicas; el nombre designa una aspiración prima facie excesiva; en realidad se trata de pura ideología, lo cual refuerza mi convicción de que en la de género se desposan el constructivismo gnoseológico, psicológico y sociológico con la dialéctica marxista. De paso y entre paréntesis: la izquierda se ocupa actualmente con fruición de temáticas típicamente burguesas; su defensa obstinada del aborto es otra de ellas.
En la obra de la Sra. Peker hay mucho material autobiográfico; un ejemplo nomás: ella no ha conocido una familia, y la desprecia como resultado de un pacto heterosexual. «Nunca tuve hogar», dice, «no sé qué es que una mamá te cuide». Menciona a sus hijos, pero no matrimonio, esposo o pareja. Este dato nos inclina a una compasiva comprensión. En las descripciones abundan las metáforas, muy subjetivas, que presentan las conductas comentadas como hechos naturales. Es -dice la autora- «una corazonada de letras», en «búsqueda de una libertad dinámica que transpire cambios». No faltan parrafadas líricas, y en algunos segmentos emplea el lenguaje inclusivo, que ha sido rechazado por la Real Academia de la Lengua y no pasa, en un texto que se presume literario, de ser una extravagancia. El aspecto más llamativo, en esta obra de feminismo militante, es su desenfado para exhibir inclinaciones desviadas y abogar en su favor; es reiterado, por ejemplo, su elogio del lesbianismo.
Luciana Peker menciona su condición judía, pero no se encuentra en el libro el menor asomo de consideración ética, sino un crudo materialismo. Uno se pregunta si conocerá la Torá, los Nebiyîm, y los Ketubîm, que expresan la revelación de Dios al pueblo elegido de la Primera Alianza, y que como toda la Biblia son Palabra de Dios también para nosotros, los cristianos. Su situación parece análoga a la de tantos bautizados que ignoran su condición y desconocen los Evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento.
En las 120 páginas que, como dije, leí atentamente, encontré 93 veces el sustantivo «deseo», 22 el verbo «desear»; emplea también el participio presente, «deseante», que es un latinismo y no existe en castellano. Conté 17 apariciones de «goce», y 5 del verbo «gozar», más 12 del que en la acepción 19 del Diccionario se define «cubrir el macho a la hembra», y en la acepción 24, calificado de vulgarismo americano, «realizar el acto sexual». Ya en el subtítulo del libro se anunciaba Por un feminismo del goce. Pude haberme equivocado levemente en el cómputo; habría que enumerar, asimismo, las muchas veces en que aparecen «placer» y «sexo». El amor es «amor compañero» para «destrozar las antiguas estructuras que nos oprimen»; el matrimonio «una institución devastada» (¡lamentablemente es verdad!), y el aborto, que ya «es legal por causales», debería borrarse del Código Penal.
Tanto por las realidades ciertas que refleja, cuanto por el lenguaje soez con el que expone su feminismo extremo, este libro deja ver hasta qué nivel ha caído la cultura argentina. En las mesas especializadas que, como bien anotició El Día, se han abierto espacio en las librerías, pueden hallarse numerosas obras sobre género, y no faltan ofertas para niños: los cuentos tradicionales que les estaban dedicados e hicieron las delicias de generaciones, son recontados para adecuarlos a la ideología, de modo que Caperucita, y los demás héroes de nuestra infancia ya no son lo que eran. A aquellos se suman invenciones nuevas, como La historia de Julia, la niña que tenía sombra de niño. No juzgo a las personas ni sus intenciones, pero sí los hechos: todo esto es criminal, diabólico.
Al parecer, los principales clientes de esos productos son chicas jóvenes, que van siendo reeducadas según los nuevos paradigmas. Aun en los colegios católicos se hace sentir la presión cultural que introduce entre los alumnos la ideología de género, contraria a la fe cristiana. Benedicto XVI la calificó de «última rebelión de la criatura contra el Creador», y Francisco afirmó: «lleva a la autodestrucción». El reciente Encuentro Nacional de Mujeres, realizado en La Plata, mostró claramente la oposición a la fe; no me refiero a la despechugadura de un grupo más vehemente ante la Catedral, ni a los excrementos dejados ante algunas iglesias, sino al adoctrinamiento que se verificó en los talleres, comprobados por mujeres católicas que participaron de los mismos. Es ilusorio pensar en un diálogo con una posición que descarta los datos científicos más indiscutibles y que profesa un odio que torna impracticable la cultura del encuentro.
La Iglesia tiene respecto de los jóvenes una responsabilidad educativa que no puede descuidar sin dañarse ella misma, sin hipotecar su futuro. Sus recursos son, ante todo, sobrenaturales: la fe, la adoración y el culto ferviente de Dios, la predicación de la Verdad sin retaceos, la súplica confiada en el Señor, la invocación a la Virgen Inmaculada. La doctrina católica sobre los temas que la ideología de género deforma ha sido expuesta admirablemente por San Juan Pablo II, en su largo pontificado; un medio importantísimo es difundir la concepción del hombre basada en «el patrimonio filosófico perennemente válido» (la expresión es del Concilio Vaticano II), en la biología y las ciencias humanas en general. Los devaneos aperturistas solo pueden confundir, y no únicamente a los fieles. Se hace oportuno, además, el trabajo en común con nuestros hermanos evangélicos y con los musulmanes, que ven con claridad el problema, mejor que muchos católicos, obispos incluidos.
La ideología de género ha reemplazado por este concepto, que designa una construcción cultural, la noción de sexo; esta realidad no se reduce al orden biológico sino que impregna toda la personalidad. Los creadores de aquella teoría han sido el Dr. John Money, autor de experimentos criminales con niños; Shulamith Firestone, Judith Butler, Kimberle Crenshaw, Gayle Rubin, Ann Oakley, y Margaret Sanger, la fundadora de «Planned Parenthood», usina mundial del control de la natalidad en los países pobres, en beneficio del imperialismo. Los nombres citados invitan a recordar que la «revolución sexual», que lleva ya más de 60 años, se lanzó desde Estados Unidos; a esa promoción ha seguido, también arrojada desde allá, la cuestión del género. Aunque la bandera fue desplegada antes por Simone de Beauvoir, que en 1949 escribió: «no se nace mujer, se llega a serlo».
La difusión de esa ola no ha logrado sepultar investigaciones científicas que muestran a aquella ideología desprovista de un sólido fundamento intelectual. Asimismo, no faltan publicaciones académicas y de divulgación que alertan sobre el peligro de su imposición totalitaria; son la persona humana, su auténtica libertad, la realidad natural de la familia y la estructura de la sociedad los valores impugnados. ¿Qué hacer?: Reivindicar incansablemente la verdad de nuestra condición humana en su integridad, y advertir que es preciso emprender, sin desánimo, una contrarrevolución cultural, como lo propone Pablo Muñiz Iturrieta en su reciente ensayo, Atrapado en el cuerpo equivocado. La ideología de género frente a la ciencia y la filosofía.
Junto a la marea de literatura a la que me he referido, hay que ubicar la propaganda gay que Google difunde en cientos de vídeos accesibles a todos. He tratado sobre ello en mi artículo Su dios es el vientre, publicado en InfoCatólica, el 22 de mayo. En esas filmaciones los protagonistas son homosexuales dedicados a la actuación pornográfica elegidos en un «casting» riguroso. Además de las conductas consabidas, reiteradas en situaciones características, se exhiben casos de sadomasoquismo, «fisting» -una práctica especialmente depravada de sodomía; «fist» en inglés significa «puño»- y fetichismo, fijado en los pies y sobre todo en el miembro viril. La felación (sexo oral) es fetichista, obsesivamente idolátrica. La adoración del cuerpo está en la base de todas las conductas, en muchos casos de puro narcisismo, y se manifiesta en todos los detalles. No hay amor, reposo en una persona amada, sino solo búsqueda del placer, que se obtiene y da promiscuamente; si Platón pudiera observar tales escenas reclamaría que no se confundiera eso con el eros, del cual él habló con elocuencia en el Fedro, y en otros de sus Diálogos. El paganismo poscristiano es mucho peor que el antiguo.
Los comportamientos exhibidos en esas filmaciones no serán, de seguro, asumidos por el común de la gente, que no alcanza semejante grado de rebuscamiento inhumano, ni siquiera por todos los que las miren, pero al igual que el libro de Luciana Peker y otras publicaciones de literatura de género, influyen directa o subliminalmente al difundir una actitud de egoísmo, de individualismo anárquico, de amoralidad, según la cual cada uno puede y debe hacer «lo que siente», lo que le gusta, sin referencia alguna a valores objetivos y universales. Visto o leído todo eso con ojos cristianos aparece como una propaganda desafiante del pecado. Se muestra así, también, que se evapora el sentido de la vida humana si falta el sentido de Dios, Creador, Legislador y Juez, que otorga razón a cuanto existe, especialmente al hombre -varón y mujer- cuya razón es un destello de la Razón divina. Entonces cualquier dislate, demasía o atrocidad se hace posible.
Estos temas no figuran en la predicación ordinaria de la Iglesia, de modo que los fieles quedan desguarnecidos y el público en general sin la oportunidad de conocer la verdad. Si uno se atreve a abordarlos, y no con declaraciones estratosféricas sino valiéndose de referencias bien concretas e ilustrativas, se hace blanco de la incomprensión y de ataques exasperados. La verdad duele, pero es obra de caridad reivindicarla y manifestarla sin rodeos.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata.
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma)