La pregunta está en la mente y en el corazón de muchas personas; y no es de extrañar en el momento actual en el que está extendida la idea de que para la vida y la muerte de los hombres «todo vale», «todo es lo mismo», porque todos acaba en la muerte y no vale la pena pensar en ningún pecado ni en ninguna «salvación».
El Señor nos da una respuesta bien directa a esta pregunta.
Al despedirse de los Apóstoles les indica que vayan por todo el mundo a «anunciar el Evangelio, a predicar» Y, lógicamente el mandato de Jesús no tendría sentido alguno si todas las religiones fueran iguales. Y Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, no manda sin-sentidos.
Ya Dios Padre dio una buena lección-respuesta el pueblo judío en el desierto. Construyeron un becerro de oro: se crearon un dios, se montaron una «religión», y se olvidaron de Dios y de la Religión que Moisés les enseñaba. Moisés no dudo: fundió el «becerro», y les hizo beber sus restos, para que no se olvidaran jamás del único Dios, de la Verdad de su Religión.
La paz social entre las diferentes religiones es una cosa que siempre hay que defender. La igualdad entre ellas es algo que un católico que cree en la Encarnación del Hijo de Dios, que cree en Jesucristo, Dios y hombre verdadero, no puede sostener.
Henri de Lubac, en su «Diálogo sobre el Vaticano II», recoge una consideración de Pablo VI sobre el Concilio: «Gracias al Concilio, la concepción del hombre y del universo centrados en Dios y orientados hacia Él, ha sido proclamada ante toda la humanidad sin temor a ser considerada como obsoleta o ajena al hombre…La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión -porque tal es- del hombre que se ha hecho dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación?
Nada de eso se produjo. De Lubac se pregunta sobre las manipulaciones que se han pretendido hacer --y algunos siguen pretendiendo- del «espíritu del Concilio Vaticano II». Y sus preguntas son de plena actualidad:
«Que pretenden. ¿Una Iglesia que ya no tendría una herencia que transmitir, sino solamente un «porvenir que inventar»? ¿Una Iglesia que estaría en «mutación acelerada», participando sin norma alguna «en el gran cambio del mundo», so pena de quedar «descalificada para siempre»? ¿Una Iglesia que, gracias a una «revolución radical», desecharía los espejismos de una pretendida «vida interior» y procedería a un propia «secularización», dándose un estatuto «democrático» --quizá hubiera dicho ahora «sinodal»- calcado sobre el de los Estados modernos? ¿Significa aquello una Iglesia que, renunciando finalmente a «inculcarnos verdades eternas», se convertiría en un «lugar de creatividad, de invención, de novedad, adaptándose cada día al nuevo arte de vivir» al que está abriéndose el mundo?».
Y yo añado: ¿Una iglesia de Dios que nada tiene que decir a las «religiones» de los hombres? ¿Para una iglesia así, ha muerto Cristo para liberarnos del pecado, del infierno y abrirnos el camino de la Vida Eterna?
De Lubac añadió: «Tengo al mismo tiempo la plena seguridad de que la Iglesia permanecerá fiel al Señor, cuyo Espíritu ha recibido, y que en ella, como dijo Péguy, «los santos brotarán sin cesar». «El poder de la muerte no prevalecerá contra ella»: Guarda palabras de Vida eterna y vivirá, transfigurada, en la Jerusalén celestial»
Jesús no envió a los Apóstoles a «dialogar», para llegar a un acuerdo y entre todos «descubrir», «inventarse», unos puntos de creencia comunes, sobre los que se pudieran «entender». No. Les envió a anunciar la religión de Dios para que todas las «religiones» de los hombres se injertaran en la religión de Dios hecho hombre, Jesucristo Nuestro Señor. La variedad de religiones no es, en absoluto, «voluntad ni querer de Dios», ni está en los planes de «la sabiduría divina».
Y la «variedad» que hay, y seguirá habiendo hasta el fin del mundo, sencillamente porque el pecado existe, no es querida por Dios: es «soportada» por Cristo en la Cruz, en la esperanza de que la luz de la Resurrección abra los ojos a todos los que no creen en Él, aun habiéndolo conocido; y en la esperanza, también, de que los que creemos en Él, lo anunciemos con nuestra palabra y con nuestra vida.
El Hijo de Dios se ha encarnado para que los hijos de Dios dispersos por el mundo, por todas las «religiones», llegásemos a ser uno con Él, en Él y el Padre.
De Lubac concluía con mucha sabiduría: «Entretanto, no siento necesidad de una «nueva» Iglesia (¡y qué Iglesia, Señor!), así como tampoco deseo inventar una «nueva teología».