Nuestras autoridades estatales han anunciado en los días pasados una reforma de la ley de libertad religiosa (ley orgánica 7/1980 de 5 de julio) para un inmediato futuro. La actual legislación, que brota de la Constitución de 1978 (art. 16), va a ser reformada. Ya veremos cómo. Lo primero que los cristianos hemos de hacer es orar por nuestros gobernantes, como nos recuerda san Pablo (cf 1Tm 2,2), para que podamos llevar una vida en paz.
No nos preocupa que otras religiones con implantación en España adquieran el reconocimiento de todos sus derechos civiles. Antes que el gobierno español lo anuncie, lo ha proclamado hace más de 40 años a todos los vientos el Concilio Vaticano II, y esperamos que todos los ciudadanos en todos los países de la tierra adquieran estos derechos. Hay muchos lugares donde todavía los cristianos son perseguidos, en aras de un ateísmo feroz y desfasado o en aras de un fundamentalismo que no admite más religión que la suya.
El Concilio Vaticano II (DH 2) enseña que nadie está obligado a abrazar una creencia a la fuerza. Precisamente porque defendemos la libertad de conciencia, a nadie se le puede imponer contra su voluntad un credo, sea un credo confesional o sea un credo ateo. La conciencia es un recinto sagrado (GS 16), un verdadero santuario donde se elaboran las grandes decisiones del hombre y merece todo el respeto por parte de todos. La conciencia tiene que tener en cuenta siempre el respeto a la ley natural y al bien común. Toda persona tiene derecho a vivir según su religión, a educar a sus hijos en tales convicciones y a expresar esa fe públicamente. Los gobernantes han de encontrar la forma de llevar a la práctica la tutela de estos derechos.
Al Estado le corresponde la sana laicidad, esto es, la autonomía para legislar para todos de acuerdo con el bien común. El Estado es aconfesional para apoyar a todas las religiones no para ir en contra de ninguna. Cuando se quiere suprimir a Dios de la esfera pública hemos pasado de la aconfesionalidad a la confesionalidad atea, donde todo lo religioso estorba. Juan Pablo II proclamaba en La Habana: “El Estado, lejos de todo fanatismo o secularismo extremo, debe promover un sereno clima social y una legislación adecuada que permita a cada persona y a cada confesión religiosa vivir libremente su fe, expresarla en los ámbitos de la vida pública y contar con los medios y espacios suficientes para aportar a la vida nacional sus riquezas espirituales, morales y cívicas” (25.01.1998).
Por eso, nos preocupa que esta nueva ley recoja posturas expresadas en recientes ocasiones, en las que se quiere eliminar del ámbito público cualquier manifestación religiosa. Hay un laicismo, de cuño europeo, que ataca lo religioso y quiere eliminar a Dios del ámbito público, sea como sea. Y existe una sana laicidad, de estilo más norteamericano, “donde la dimensión religiosa, en la diversidad de sus expresiones, no sólo es tolerada, sino valorada como "alma" de la nación y garantía fundamental de los derechos y de los deberes del ser humano” (Benedicto XVI, 30 abril 2008).
Si la reforma de la ley de libertad religiosa va por el camino de esta sana laicidad, no hay nada que temer. Es legítimo adecuar las leyes a las nuevas situaciones, y más concretamente en España donde crece la multiculturalidad. Pero si la reforma se orientara por los caminos del laicismo radical, el que mira a lo religioso como sospechoso o como algo nocivo para la sociedad, tememos que la mayoría parlamentaria sirva para atropellar derechos fundamentales que nuestra Constitución reconoce, y se produzca una regresión en el campo de las libertades.
Con mi afecto y bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Tarazona